EL PODER DE DIOS

Por: Javier Del Río AlbaArzobispo de Arequipa

Continuando con los inicios de la vida pública de Jesús, el Evangelio de este domingo nos relata que, después de llamar a los primeros cuatro discípulos en las orillas del lago de Galilea, Jesús va con ellos a Cafarnaún y, como era sábado, entra en la sinagoga que es el lugar donde se reúnen los judíos, y se puso a predicar. Los que lo escuchaban, nos dice el evangelista, «estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como los escribas» (Mc 1,22). El asombro de la gente es comprensible, porque estaban acostumbrados a escuchar a los escribas pero era la primera vez que escuchaban a Jesús; y la diferencia entre los escribas y Jesús es infinita, porque los escribas comentaban la Palabra de Dios…¡pero Jesús ES la Palabra de Dios!, como dice san Juan: «la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14). Los escribas conocían bastante las Sagradas Escrituras y, sin duda, eran de ayuda al pueblo de Israel; pero su palabra no tenía la fuerza de Jesús, la potencia de la Palabra de Dios que es «viva y eficaz» (Hb 4,12) hasta el punto de purificar a quien la acoge, hacer de él una nueva creación y transformarlo en hijo de Dios, partícipe de su vida divina (1Jn 1,22-23; 2Cor 5,17; Jn 12-13).

Esta potencia de Jesús, la Palabra de Dios hecha carne, quedará de manifiesto ese mismo día en la sinagoga de Cafarnaún, donde, como nos sigue narrando el Evangelio de este domingo, había un hombre que tenía un espíritu inmundo y Jesús, increpándolo, lo expulsó de él (Mc 1,23-25). Esta es la fuerza de la Palabra de Dios: liberarnos del poder del mal. De ahí la importancia de escuchar y acoger la Palabra de Dios, no solamente cuando vamos a Misa sino también en nuestra vida cotidiana, porque sólo la Palabra de Dios es capaz de transformarnos por dentro y liberarnos del poder del pecado que nos hace tanto daño y es el origen de tanto sufrimiento que hay en el mundo. «Pero – se ha preguntado el Papa Francisco hace pocos días – ¿por qué para muchos de nosotros no sucede lo mismo?» Y él mismo ha respondido que esto se debe a que: «Muchas veces escuchamos la Palabra de Dios, nos entra por un oído y nos sale por otro…Es el riesgo que corremos, ya que abrumados por miles de palabras no damos importancia a la Palabra de Dios, la oímos pero no la escuchamos, la escuchamos pero no la custodiamos» (Homilía, 21.I.2024).

Mucha gente piensa que ser cristiano consiste en seguir a Jesús con nuestras solas fuerzas humanas y obedecer innumerables mandamientos que al final no llegamos a cumplir. El cristianismo no tiene nada que ver con eso. El cristianismo consiste, en primer lugar, en acoger a Jesús que «no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20,28). Como san Pedro en los inicios de la Iglesia, también hoy podemos decir que Jesús sigue pasando por este mundo «haciendo el bien y liberando a todos los oprimidos por el diablo» (Hch 10,38). Sólo la fuerza del amor es capaz de liberar al hombre de la esclavitud de los ídolos de este mundo que, al final, nunca llegan a satisfacerlo: el dinero, el placer, el poder, etc. Esa es la fuerza de la Palabra de Dios. Acogerla y anunciarla a tanta gente que la necesita es la misión de la Iglesia y de cada cristiano.

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