El costo de actuar con corrección
Por: Christian Capuñay Reátegui
Hace algunos años un conductor de automóvil olvidó someter su vehículo a la obligatoria revisión técnica. Días después, agentes del orden le anunciaron que debían aplicarle una multa que superaba los 2,000 soles por tratarse de falta grave al reglamento de tránsito. No obstante, le comunicaron que estaban dispuesto a “ayudarlo” si es que él también aceptaba “ayudarlos”.
El conductor rechazó la velada proposición y aceptó con resignación recibir la onerosa multa. Era impensable para él participar en un soterrado acto de corrupción. Si yo entregara dinero para librarme de una penalidad por infractor -reflexionó- estaría actuando en contra de lo que pienso sobre actos de tal naturaleza y en contra de lo que proclamo en cuanto espacio tengo a disposición.
En la estación a la cual fue trasladado para los trámites de rigor comprobó hasta qué punto estas situaciones estaban normalizadas: los mismos agentes que lo atendieron no entendían por qué prefería pagar la multa y lo instaban a “arreglar” con el encargado de la oficina a fin de evitar un cuantioso perjuicio monetario.
Evidentemente, tomar tal decisión perjudicó al conductor desde el punto de vista económico porque el monto de la sanción superaba el 50% de su remuneración mensual. Aunque logró fraccionar los pagos, cumplir con esa obligación le ocasionó muchas molestias y problemas durante varios meses. Desde aquella experiencia, cada cierto tiempo verifica que todos los documentos de su vehículo estén en regla antes de salir a circular.
¿Valió la pena una actitud de ese tipo? “Arreglar” el asunto le hubiera ahorrado una suma de dinero que bien pudo haber destinado a fines más urgentes. ¿Qué ganó? Quizá el único beneficio es de tipo personal: la satisfacción de no haber contribuido a hacer más trágico el drama que el país protagoniza a causa de la corrupción.
Negarse a formar parte de actos de esta naturaleza debería ser un imperativo categórico kantiano para todos. Es probable que los males que padecemos no desaparezcan por la acción de políticas de Estado diseñadas con buena intención, como sí por el compromiso personal y la convicción de cada individuo que decide actuar de forma correcta aun cuando ello ocasione severos quebraderos de cabeza.
Y si una actitud similar se asumiera en ámbitos más generales y relevantes para el país, como, por ejemplo, en la política, la dinámica en este sector no sería tan oscura y lamentable y tal vez convocaríamos a más personalidades interesadas en el bien común y no en el particular como parece ocurrir hasta el momento.