Cuento: “Elección, vocación”
Por Fátima Carrasco
Cuando los septuagenarios exalumnos de Luis (ex Decano de la Facultad de Ingeniería) lo fueron a recoger para la celebración del medio siglo de la promoción que llevaba su nombre, él ya había decidido ser breve en su alocución.
Una ingeniera con muletas, otros calvos, entre muchos, parecían mayores que su profesor, de 90 años.
Cincuenta años atrás, recién egresados, le habían regalado un don Quijote de bronce que Luis conservó en su escritorio.
Tras los saludos, brindis y almuerzo, algunos recitaron poemas compuestos para la ocasión, cantaron, tocaron la guitarra y glosaron, entre otras cualidades de su profesor preferido, esa elegancia que ya no se estila.
Él, único sobreviviente, dedicó unas palabras a sus colegas, destacó el carácter pionero de las cinco ingenieras y agradeció a todos por acordarse de él. Y a la hora de la sesión fotográfica (con diploma, medalla, llavero y un teckel de crochet tejido por la ingeniera con muletas) a las indicaciones de: «Doctor, doctor, mire al objetivo», risueño respondió —como siempre– «¿Cuál doctor? ¡Yo no soy doctor!».
Algunos habían viajado especialmente para la ocasión, como el guitarrista, cantante, compositor e ingeniero —»en ése orden», bromeó. Todos invitaron al profesor a visitarlos.
Durante el trayecto de regreso a la casa de Luis, Alfonso, delegado y promotor del reencuentro, le contó que desde chico había querido ser ingeniero.
Luis recordó su propia época colegial, definida por su gran inclinación por la literatura y la historia y su completa desafección por las matemáticas.
Gracias a don Pedro, colega de la madre de Luis, Mariana, profesora de la Escuela Normal y acuarelista cuando podía, Luis pudo leer buena parte de las obras que el profesor guardaba en vitrinas con llave.
Mariana fue nombrada profesora titular en Lima y tras un viaje largo y cansado, especialmente para Javier, el padre de Luis, se instalaron en Magdalena, cerca del colegio Claretiano.
Allí Luis, inasequible al desaliento, aunque la garúa y el nublado le parecían horrorosos, empezó su último año de secundaria.
Carlos, uno de sus nuevos compañeros de clase lo recibió con inusitada simpatía al saber que Luis y su familia eran paisanos de su madre. Esa fue la piedra fundacional de su amistad. Pronto se acostumbró a las particularidades de su nuevo entorno, aunque dos profesores le intrigaban. Uno era el padre José, impasible anciano que bajaba del segundo piso a dictar clase exacto, silencioso y en pantuflas.
Luis se preguntaba cuál sería la causa: ¿juanetes?, ¿comodidad ante todo?, ¿falta de medios/decoro? Nadie se sorprendía por ello, al contrario: lo inaudito hubiera sido verlo con zapatos.
Mayor fue la intriga que le causaba el padre Gorostiaga, profesor de matemáticas: desde la primera semana de clases escogió únicamente a Luis para responder y explicar los ejercicios y problemas matemáticos.
Aunque no era severo ni autoritario —¿o precisamente por eso?—, Luis se vio comprometido a esforzarse en las matemáticas básicamente para no parecer un neófito ante la clase en general y el padre Gorostiaga en particular. Según sus compañeros de clase, siempre había escogido de forma rotativa a todos para responder. Era su último año docente y por fin regresaría a su lugar de origen, su gran anhelo.
En virtud de la elección del padre Gorostiaga, surgió la vocación de Luis por la ingeniería y la docencia.
—Al final me gustaron los números, me aficioné a las matemáticas—, le dijo a Samuel, su nieto, días después mientras veían las fotos de la celebración—. Y creo que ya sé por qué el padre Gorostiaga me escogía siempre para resolver las ecuaciones: en un libro de José Antonio del Busto encontré una mención a nuestro bisabuelo materno, de Zumaya, Guipúzcoa. De ahí mismo era el padre Gorostiaga.