Nuestras bibliotecas personales

Por: Rubén Quiroz Ávila

REFLEXIONES

¿A dónde van nuestras bibliotecas personales luego de que ya no estemos en este mundo? Hay varios destinos posibles. La más usual es que se convierta, como el cuento de Ribeyro, en una forma de polvo del saber. Es decir, queda olvidada en los estantes de algún lugar, sin que nadie acceda a lo que era nuestro tesoro, incluso nuestra forma personal del paraíso. Restringido a una geografía neutra, a un espacio inocuo, donde forma parte de la decoración doméstica y los libros allí, detenidos, inmovilizados, castigados al exilio epistemológico.

Hay quienes, con cuidadosa y planificada previsión, preparan el destino de su biblioteca con envidiable antelación. Unos optan por la donación a alguna organización, suelen ser universidades, que cuando menos den indicios de garantizar el cuidado de lo que tanto costó. Los mejores destinos suelen ser estos. El supuesto indispensable es fundamentalmente la relevancia y dimensión intelectual de quien dona. En pocas palabras, el entusiasta anónimo y sin reconocimiento en los circuitos académicos tendría pocas posibilidades de que su catálogo sea resguardado, por más amoroso cariño que haya puesto a la edificación de su herencia de libros.

A la par, hay bibliotecas que son heredadas a los descendientes. Son los hijos quienes asumen el legado conforme a la altura del cariño y la educación cultural desplegada. Suerte de aquellas bibliotecas cuando las manos que toman la posta tienen un afecto y admiración análoga a la del progenitor. Entonces, se da una transmisión del saber en dimensiones conmovedoras. Más que una extensión del legado es una transfiguración. La biblioteca se incorpora a la visión personal del hijo o hija, quien la renueva, además de protegerla con un apego insustituible. Es probablemente una de las más bellas formas de mantener en el tiempo una forma de lo que fuimos. Es que parte de nosotros, de nuestra interioridad, queda registrada en los libros. Nuestras anotaciones, los íntimos subrayados, impactan de otra manera cuando alguien que nos ama lo revisa. Nos conoce de otra manera y, de nuevo, somos evocados y el olvido es brevemente derrotado.

Sin embargo, hay bibliotecas que sufren un destino desolador. Por alguna insensatez terminan ofertadas al peso a los comerciantes o simplemente, con una terrorífica fatalidad, arrojadas a la calle, como trastos, sin que nadie, absolutamente nadie, pueda acogerlas. Imaginen al dueño de una biblioteca así, cuya predestinación es el peor de los castigos para un libro: el que nadie lo lea. Engullidas por el vertedero de la desmemoria como una cosa sin valor. Roídas no solo por el tiempo, sino también por el desprecio al conocimiento. Triste e inadmisible final para una biblioteca personal.

Hay bibliotecas optimistas, gigantes, épicas, alimentadas por la enternecedora fe de que podamos leer todos los libros que adquirimos, esperanzados de que alguna comprensiva y caritativa alma la proteja.

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