JOSEPH CONRAD (1857-1924)

Por Willard Díaz

La historia de la literatura inglesa incluye en su aristocrática galería el retrato de un hombre que no nació en Inglaterra y que sólo aprendió el inglés a los veinte años, después del francés, y del polaco su lengua materna. Su verdadero nombre fue Joseph Teodor Konrad Nalecks Korseniovski, que él mismo transformó, para fines editoriales, en Joseph Conrad.

Nació en 1857 en la Ucrania polaca, en una familia de terratenientes que se empobrecía a grandes pasos gracias a su tradición de valientes e inútiles patriotas. A los siete años Conrad perdió a su madre, en pleno exilio, y fue recibido por un tío, hombre ilustrado, que vivía en Suiza. En 1894 las excitantes lecturas de la vasta biblioteca del tío Tadeus produjeron cierto efecto: “Lo que me impulsó (a ir hacia el mar y a transformarme en un escritor) fue una necesidad oculta, obscura, un fenómeno completamente inexplicable”, escribió Joseph Conrad décadas más tarde en su  Informe personal.

Tenía 17 años y grandes ilusiones cuando subió a su primer barco mercante en el puerto de Marsella. Navegó durante una década entre las colonias francesas y adquirió una pequeña fortuna en ciertas aventuras insólitas, en las que su vida estuvo varias veces en peligro. En 1886 se nacionalizó inglés, solo para obtener el cargo de capitán de su propia nave. Se vio obligado a aprender rápidamente el idioma, y aunque su pronunciación al hablar era tan mala que incluso sus conocidos tenían problemas para entenderle, escribió en la lengua de Shakespeare hasta convertirse en un verdadero clásico.

En 1894, después de veinte años de vida aventurera Joseph Conrad dejó la marina para dedicarse a narrar sus experiencias. Le tomó poco tiempo y mucho trabajo transformarse en un típico artista posflaubertiano: escritor de genio idiosincrásico y obsesivo; incomprendido por el lector común, pero celebrado por sus colegas escritores. Un martirio, pues su arte lo obligó el resto de su vida a perseguir la fama esquiva y perder en ello mucho dinero.

“La gran ironía de la carrera artística de Conrad —dice uno de sus biógrafos— fue que las ventas de sus mejores libros fueron muy pobres, mientras que hubo en cambio aclamación general para los últimos, los inferiores, a los cuales el autor llamaba los Conrad de segunda«.

Murió en la pobreza y enfermo, en su casa cerca de Canterbury, en 1924.

Hacia 1950 la crítica europea estructuralista revalorizó lo mejor de la obra prolífica de Conrad, que incluye una docena de novelas, cinco o seis novelas cortas, varios cuentos, e incluso algunos textos de ensayo. Entre las más importantes de sus obras de ficción se encuentran “El negro del Narciso” (1897), “Lord Jim” (1900), «Tifón» (1903), «Nostromo» (1904) (¿Recuerdan el nombre de la nave espacial de la película Alien?, postrer homenaje a Conrad).

Pero la novela preferida por la crítica y los lectores europeos del revival de Conrad, una historia basada en su traumática experiencia en el Congo Belga en 1890, es “Corazón de las tinieblas”, obra maestra de la literatura simbolista universal, narrada por un locuaz y melancólico personaje, Marlow, para quien “el significado de un acontecimiento no está dentro sino fuera de la nuez, envolviendo la historia de la que brota, como un destello que surge de la confusión, como uno de esos halos que a veces aparecen con la espectral luminosidad de un claro de luna”.  “Corazón de las tinieblas” fue transformada en la mejor película sobre Vietnam “Apocalipsis now”, por Francis Ford Coppola. El libro, junto a otros de Joseph Conrad, volvió a ganar prestigio en la segunda mitad del siglo XX.

Este éxito póstumo sin duda asombraría al propio autor, tan desesperado por dinero mientras vivió. De joven, en 1878, tras haber perdido 800 francos en una casa de juego de Montecarlo, Conrad trató de suicidarse. Y más tarde, en 1901, cuando trabajaba para publicar “Bajo la mirada de occidente”, al borde de un colapso nervioso, Conrad se quejó amargamente de haber recibido sólo 300 libras esterlinas de anticipo por los derechos de autor de la edición en fascículos de esa novela: “Pienso en esas horribles criaturas que consiguen miles… Pero yo siempre estoy con el agua al cuello”, escribió.

Aunque la visión de Conrad es trágica, su tono es a menudo cómico. Su prosa, poética, densa, convulsiva; su inglés a veces es oscuro. Uno de sus críticos dijo que “su escritura no es tanto verbal cuanto visual, algo que hay que entrever a través de una bruma de oraciones, como entre una neblina ribereña». Pero en sus mejores momentos su prosa es veloz y muy sensual; parece haber sido la inspiración de Ernest Hemingway.

 La vida de Conrad abundó en ironías y contradicciones. Aunque se consideraba persona pragmática, comprometida con los hechos, y metódica, se metió a menudo en planes y proyectos irrealizables: durante sus años juveniles de navegante esperaba hacer dinero fuera del servicio mercante —donde ganaba poco— mediante aventuras balleneras, pesca de perlas en Australia, en la marina japonesa, e incluso haciendo cierto trabajo sucio para un político sudamericano. El dinero le llegó tarde y poco; y en cuanto a la fama, hoy, a cien años de su muerte, sigue siendo un escritor de culto.

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