Centenario KAFKA (1883 – 1924)

Por Willard Díaz

UNO

Nació en Praga, el 03 de julio de 1883 y falleció en Kierling, Austria, el 03 de junio de 1924, de modo que este es el año del centenario de su muerte.

Tanto el padre, el temido Hermann, como su madre, la dulce Julie, eran judíos; el padre, carnicero; mientras que ella provenía de una familia de prósperos cerveceros, mujer educada y sensible a las artes. Franz fue el mayor de seis hermanos; dos de ellos, varones, murieron a poco de nacer; las tres hermanas murieron jóvenes en campos de concentración nazis.

Kafka estudio Química y abandonó la carrera, el padre lo forzó entonces a estudiar Derecho. En las aulas universitarias conoció a Max Brod, su amigo hasta la muerte y su albacea literario después. En el trabajo, como defensor patronal contra las reclamaciones de seguros por accidentes de trabajos fue un burócrata de lo más eficiente. Enfermizo, fue tuberculoso desde los treinta y tres años, mal que le causó la muerte a los cuarenta y uno. Sus biógrafos dicen que uso muy bien los tiempos de convalecencia para dedicarlos a la literatura.

Su mejor biógrafo es Reiner Stach.

Su vida, dice Stach, fue existencialmente angustiada, a veces problemática, pero no implacablemente.

Amiguero, creó un círculo que lo protegía. Enamorado y jaranista, parroquiano de los prostíbulos de Praga, supo apreciar sin embargo el amor de sus parejas, Felice Bauer, Milena Jesenská y Dora Diamant, quien lo cuidó durante la agonía.

DOS

“Confirmada la convicción de que escribiendo novelas me encuentro en vergonzosas hondonadas de la escritura (…) el ansia de escribir es siempre preponderante (…). Miedo, miedo en general a escribir, a esa terrible ocupación; y sin embargo tenerme que pasar ahora sin ella constituye toda mi infelicidad (…). Aunque no escriba soy un escritor; pero un escritor que no escribe es un monstruo que está desafiando a la locura (…). Pues la existencia del escritor depende en el fondo de la mesa de despacho; si es que verdaderamente quiere escapar a la locura, no debe nunca alejarse de la mesa de despacho, con los dientes tiene que agarrarse”. Kafka

TRES

Mezcla de realista y fantástico, decididamente fantástico según otros, o existencialista según varios, Kafka resiste a la clasificación, como todo artista de genio. Escribió novelas: “El proceso”, entre 1914 y 1915; y “El castillo”, en 1922. Y medio ciento de magníficos cuentos. Dejó varios textos inconclusos.

CUATRO

Ante la ley F. Kafka

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.

—Tal vez —dice el centinela— pero no por ahora.

La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:

—Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.

El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta. Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:

—Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo. Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que este es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.

—¿Qué quieres saber ahora? —pregunta el guardián—. Eres insaciable.

—Todos se esfuerzan por llegar a la Ley —dice el hombre—;¿Cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?

El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:

—Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.

CINCO

«Cuando uno está bajo de ánimo, tendría probablemente que mantenerse alejado de él, ya que, a menos que la introspección vaya acompañada, como siempre ocurrió en Kafka, de una pasión equivalente por la buena vida, degenera con demasiada facilidad en una fascinación narcisista, sin carácter, por el propio pecado y la propia debilidad» W. H.  Auden.

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