Cuando las “reformas” conducen al desastre

Por Juan Sheput

El Montonero


Ya desde fines del siglo pasado se hablaba de la complejidad como fenómeno recurrente, que empezaba a tomar fuerza en un mundo que, gracias a la globalización y luego a las tecnologías de la información, se hacía más impredecible y por lo tanto más dispuesto a enfrentar problemáticas inesperadas, jamás esperadas, jamás concebidas.

Esta complejidad que tiene como principal característica desenvolverse en la no linealidad (es decir una pequeña causa puede generar un gran problema o un pequeño evento puede generar una tremenda respuesta) ha generado perplejidad y desconcierto en nuestra sociedad, que aún no entienden que nos desenvolvemos en medio de sistemas, es decir conjuntos de organizaciones o eventos que en conjunto tienen un comportamiento completamente distinto al que tienen cada uno por separado.

Esta perplejidad ha tenido como respuesta –o mejor aún, como reacción de los que se sienten desconcertados– la simplicidad, la simplificación de las cosas, instrumento favorito de los populistas y de los que quieren solucionar aquello que no comprenden a plenitud. Es así que si hay un problema de violencia se pide penas de muerte, si falla un aeropuerto se reclama su privatización; si el sistema de justicia está colapsado se pide que cambie el sistema de elección de los jueces o si hay un caos generalizado se opta por un deseo de cambiar la Constitución. La simplificación de las soluciones es característica de un mundo que no comprende la magnitud del problema. Y el populista sabe que ante el desconcierto no hay nada mejor que una propuesta mágica, salvadora, simple, digerible, pero a la larga inútil.

Los que esto plantean, respuestas simplistas, no entienden que un mundo perplejo requiere una respuesta basada en el entendimiento de lo que es un sistema complejo. Una solución a los problemas actuales no pasa por atacar uno de los componentes, pues esto puede agravar el problema a niveles impensables. Es lo que ha pasado, por ejemplo, con las dos “reformas” principales que impulsó el expresidente vacado por corrupto, Martín Vizcarra: la reforma política y la reforma de justicia. En ambos casos impuso una serie de medidas inconexas, incompletas, que se limitaron a hacer cambios cosméticos y de nombre ¿El resultado final? El caos en que nos encontramos.

En la medida que no se entienda que los cambios que necesitamos escapan al enfoque único de lo jurídico y que exige planteamientos de mejora en todos los componentes del sistema no habrá solución al caos en el que estamos. Se requiere de un punto cero para emprender los cambios y propuestas de mejora. Pero para ello se requiere liderazgo, atributo que hoy por hoy escasea en todos los niveles del Estado.

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