Día del Maestro
Por: Rubén Quiroz Ávila
Conforme trata un país a sus maestros es equivalente lo que cree de sí mismo y la forma como concibe su propio futuro. Por más que se haya insistido en que la educación es el mejor camino para la prosperidad y que, con total certeza, la apuesta por una educación de calidad y para todos es la mejor y más inteligente forma para ser sostenibles como nación, parece que cualquier llamado de atención es vano y queda arrinconado después de las vacuas palabras de aquellos que tienen la responsabilidad de dirigir los cambios.
Por eso, es imperativo recordarnos la labor excepcional que cumplen los maestros en medio de una histórica ingratitud, con una inmoral y extendida falta de infraestructura educativa y, lamentablemente, con escalas remunerativas todavía insuficientes. A pesar de lo doloroso ante el derrumbe inexorable de la educación peruana quedan todavía esfuerzos conmovedores en cada punto geográfico y cultural de nuestro complicado país. Desde esas increíbles maestras en las zonas rurales que dejan, literalmente, parte de su vida para educar en diversas lenguas a nuestros pequeños compatriotas hasta esos maravillosos maestros de las periferias de las ciudades que recorren cotidianamente y acompañan vidas para transformarlas en promesas factibles.
Más bien merecen los homenajes que estén a la altura de su impacto vital en la población escolar. Es que un buen maestro transforma vidas hacia el bien. Y cada vida en formación, nunca olvidemos, tiene un valor único, indescriptible. Aquellos que lo han hecho de manera adecuada, sana, ética, trascendental son inolvidables, porque nos han enseñado que los desafíos existen para comprenderlos y resolverlos, que todos son creativos y poseen una valía excepcional, que la solidaridad es una necesaria vinculación respetuosa con nuestros pares. Ellos, los asombrosos maestros, con paciencia inefable, que han cultivado en nosotros el sentido de la justicia, del respeto, de la tolerancia, la benevolencia, han hecho una parte de lo que somos. La edad escolar suele ser una etapa que marca y construye el reconocimiento cuidadoso del otro.
Va el reconocimiento a los maestros y maestras, que nos enseñaron a garabatear con pasión, a escribir las primeras oraciones, a sumar y multiplicar más que restar y dividir, a leer alegremente con canciones, a conocer el fascinante universo de los libros y de los cuales no quisimos salir jamás. Va la gratitud perenne a esas estupendas personas que creen en la educación como un acto público de amor a la humanidad y asumen la épica persistencia de seguir enseñando. A esa bella acción de educar, en la que la docencia es una sublime forma de compartir y de generosidad filial, como me enseñaron en mi pequeño colegio chalaco N° 5042, mis entrañables maestros Max Aldave Espejo y Margarita Saco Quea, quienes me abrieron también las puertas del mundo.