IGLESIA EN SALIDA

Por: Javier Del Río Alba Arzobispo de Arequipa

En el Evangelio de la Misa de este domingo, san Marcos nos relata la primera vez que Jesús envió a sus apóstoles, de dos en dos, a anunciar el Evangelio. Como dice el evangelista, los envió con poder para curar enfermos y expulsar demonios, que es lo mismo que Jesús había venido haciendo hasta ese momento: anunciar la llegada del Reino de Dios y acreditar la veracidad de su mensaje a través de esos signos extraordinarios que hoy comúnmente llamamos milagros. En otras palabras, Jesús envía a los apóstoles con el mismo poder que Él había recibido de Dios Padre y, como también nos relata san Marcos: «Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban» (Mc 6,12-13).

Es la primera experiencia misionera de los apóstoles, que forma parte de la preparación que Jesús les estaba dando porque sabía que, después de su partida al Cielo, ellos y la Iglesia que estaba fundando debían continuar con la misión que Él había iniciado. Así nos lo recordó el Concilio Vaticano II hace ya casi sesenta años: «La Iglesia es misionera por su naturaleza, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre» (Decreto Ad gentes, 7.XII.1965). Por eso, como dijo hace unos años el Papa Francisco respecto al Evangelio que estamos comentando: «Este episodio evangélico se refiere también a nosotros, no sólo a los sacerdotes sino a todos los bautizados, llamados a testimoniar el Evangelio de Cristo en los distintos ámbitos de vida…Un bautizado que no siente la necesidad de anunciar el Evangelio, de anunciar a Jesús, no es un buen cristiano» (Angelus, 15.VII.2028). En efecto, en palabras de san Juan Pablo II, la misión «es el índice exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor por nosotros… Quienes han sido incorporados a la Iglesia han de considerarse privilegiados y, por ello, mayormente comprometidos en testimoniar la fe y la vida cristiana como servicio a los hermanos y respuesta debida a Dios» (Encíclica Redemptoris Missio, 7.XII.1990, n. 11).

La fe de un cristiano y de una comunidad cristiana se manifiesta en su impulso misionero, porque cuando uno se encuentra con Jesucristo brota de su corazón el deseo, casi podríamos decir la necesidad, de anunciar a Jesucristo a los demás, anunciarles que hemos encontrado al Mesías, que Dios existe, que Jesucristo está vivo y que camina con su Iglesia en este mundo. Por eso, en continuidad con sus predecesores, desde el inicio de su pontificado el Papa Francisco nos dice con frecuencia que la Iglesia está llamada a vivir “en salida”, es decir que los cristianos no debemos encerrarnos en las paredes de los templos o en el círculo de nuestros grupos parroquiales o movimientos, ni encerrarnos en nuestros propios intereses y rezar cada uno sólo por sí mismo y sus seres cercanos. No, la vida de todo bautizado es una misión mucho mayor: anunciar el amor de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado, y hacerlo presente en nuestra vida cotidiana a tanta gente que no le conoce o se ha alejado de Él, sea en la familia, a los compañeros de estudio o de trabajo, a los amigos y vecinos del barrio…y hasta los últimos confines de la tierra.

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