Peces de colores y hormigón

Por Gabriela Caballero Delgado

El pez de color naranja es depositado sobre el hormigón, junto a las vías de un tren. La mujer que lo ha dejado allí espera verlo estremecerse para decidir si lo devolverá al agua o si debe precipitar su muerte, evitando la agónica lucha. Pero el pez no se estremece, ha aceptado la muerte antes de tocar el suelo, antes de ser extraído del agua, quizás mucho antes de sentir aquel movimiento ondulante, envolviéndolo, que la mujer provocó con cada paso. De alguna forma, debió saber que aquel hormigón sería un contacto cálido, el único y el último, así que se abandonó a él. Las personas jamás se detendrían a ver al pez, por eso no advierten que el mar está en todas partes; sus miradas van hacia las vías, al tren o a lo que el tren divide. Un territorio: Tilburg. Una vida: la historia fragmentada de la mujer. 

Peces de colores y hormigón es la novela que la escritora holandesa Maartje Wortel dio a conocer en 2016 y que Seix Barral publicó, en su versión española, dos años después. En ella aparecen 29 piezas de medida irregular (algunas solo son unas líneas; otras aún menos, una palabra) como si se trataran de las grietas en un jarrón craquelado o las raíces que se tocan y enredan bajo la tierra. Esas 29 grietas, raíces o piezas textuales se unen a 12 ilustraciones de Janine Hendricks, que complementan la novela o cuentan su propia historia. En ellas hay evocaciones poéticas y reflexiones filosóficas. Todo lo cual convierte a este pequeño libro en una obra de arte, de aquellas que no fueron creadas para explicarse (aun cuando a veces lo intentamos), sino para sentir.

Aquí, la protagonista escribe una suerte de diario o acaso una carta a quien ama, narrando trozos de su propia vida y de la vida de sus progenitores. Su padre se detuvo en Tilburg, sin conocer a nadie y ningún propósito. Se recostó en un parque, contempló los árboles y escuchó el canto de los pájaros. Luego pensó que muchas otras personas se habían recostado ahí mismo, habían reído y llorado, habían bebido y fumado, se tomaron de las manos, se separaron, dieron de comer a los patos, se cayeron y levantaron, tomaron flores y briznas de hierbas, escondieron cosas, escribieron o tocaron la guitarra, saltaron, corrieron, bailaron… Muchísimas personas que vivieron. Y él no se iría de ese lugar hasta hacer exactamente todo aquello. La narradora protagonista lo describe como hombre “abierto al mundo, todo entra en él, como si fuera un paisaje infinito en el que todo el mundo es bienvenido, un agujero por el que todo cae”. En Tilburg el padre conoció a una mujer (la madre), tiempo después nació una niña (la protagonista).

Alguna vez, la madre fue impactada por un rayo que dividió su personalidad en un antes y un después, volviéndola más dulce y más abierta al mundo. Como no había forma de comprobar aquella historia, tanto el padre como la hija la daban por cierta; aunque el primero lo hiciera sin la menor duda, mientras una débil sospecha se ocultaba en la segunda. Lo que, sin embargo, resultó incuestionable en ambos fue la enorme fortaleza de la madre, ante los ojos de la niña “era un mamut (era grande y poderosa, arrasaba con todo y pisaba fuerte por la vida)”. Un rayo no había podido matarla, pero sí lo hizo el auto contrario que la golpeó en la autopista, lanzándola igual que a un “elástico roto”. Este es el duelo que enfrenta la protagonista y que, a veces, vuelve su corazón en el zumbido de una abeja o de un fluorescente estropeado; otras, en un hoyo infinito que lo consume todo, como el círculo negro del artista conceptual Anish Kapoor, cuya simbología alcanza también al diminuto punto dibujado al centro de la última página. Podría tratarse del punto final del libro o de una invitación a traspasarlo y encontrar al otro lado, aquel espacio potencial donde quizá logremos ver peces de colores, dejándose llevar por el oleaje de un mar infinito.

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