Por: Mgtr. Juan Sardá Candia

Profesor de la Universidad Católica San Pablo

La prudencia –para no pocas personas– está equivocadamente relacionada a la falta de riesgo y, a veces, a la pusilanimidad e inacción. Por eso, quien no la conoce la considera descartable e inútil.

En el campo empresarial se habla de eficacia, crecimiento, dinero, personas, riesgo, toma de decisiones; lo paradójico es corroborar que el esfuerzo denodado, y muchas veces fútil, que  tantos empresarios y gobernantes hacen para acertar en sus decisiones, no considere a la prudencia como parte fundamental de su actividades.

El término prudencia se deriva del latín “pro videntia”, que significa ver por adelantado o anticipadamente, lo que supone la capacidad de ver en el largo plazo. Por ello, el imprudente refleja en sus decisiones una mirada cortoplacista, donde lo que prima es lo medible, siendo siempre el criterio de “buena gestión” los resultados económicos, causando que los colaboradores se transformen, en última instancia, en meros instrumentos para los fines de la empresa.

Algunas de estas aproximaciones son causas de la alta rotación de personal, numerosos despidos, el aumento de miembros del sindicato, la desmotivación, falta de compromiso, entre otras tantas consecuencias por la falta de prudencia, ejemplaridad y competencia de sus gerentes al mando. En otras palabras, la deficiente formación humana de estos directivos termina convirtiéndolos en víctimas y victimarios de un sistema deshumanizante.

La virtud de la prudencia perfecciona la razón práctica, que es la función de la inteligencia orientada a dirigir correctamente la conducta de la persona, por esa razón, la prudencia se identifica como el hábito que perfecciona, rige y conduce las virtudes de la voluntad; se la considera como el origen y fuente de las demás virtudes.

La prudencia o sabiduría práctica es una de las cualidades que más escasea en materia política, empresarial, familiar, jurídica y en otros ámbitos. Leonardo Polo solía repetir que la persona prudente “prevé”, mientras que la que no lo es “constata”. ¿Qué constata? Sus errores, es decir, sus acciones con falta de sentido y los problemas que con ellas provoca.

Si se carece de prudencia se tiende a uniformar a los demás, haciendo, por ejemplo, que ellos adopten aquello que a uno le resultó bien. En cambio, quien es prudente antes de darle un consejo a alguien, primero observa y escucha, no receta lo que a él le funcionó, sino lo que le podría convenir más a su interlocutor. Sabe que sin libertad personal no hay nada que valga la pena; por tanto, intenta encauzar la libertad personal de cada uno hacia su propio fin.

En suma, es crucial revalorizar la prudencia como una virtud esencial en todos los ámbitos de la vida humana. En el contexto empresarial, su aplicación puede transformar la cultura organizacional, promoviendo un liderazgo más humano y efectivo. Un líder prudente no sólo busca resultados económicos, sino también el bienestar y el desarrollo de sus colaboradores, comprendiendo que el éxito sostenible de una empresa radica en el equilibrio entre la eficacia y el humanismo. Esta perspectiva integradora permite decisiones más sabias y justas, contribuyendo a un entorno laboral más sano y productivo. Así, la prudencia no es sólo una virtud personal, sino un pilar fundamental para la construcción de sociedades más justas y empresas más prósperas.

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