Sobre la lectura
Por Gabriela Caballero Delgado
Al otro lado de la ventana los higos se deshidratan bajo el sol del verano. Su aroma dulzón se entremezcla con el que se desprende del cedrón y los manzanos, asomándose en el huerto junto a la cocina. En el patio, bajo los racimos de uvas que cuelgan desde la parra, mi abuelita Adela desgrana el maíz o tal vez hila el algodón. En un momento más correremos hacia ella con el espíritu exaltado, tras haber descubierto en una caja de cartón algunos libros de lecturas escolares y unas novelas de folletín que atraparían nuestro interés aquel día y los siguientes.
Para nosotras, las nietas que pasábamos las vacaciones en el valle de Omate, Moquegua, aquel hallazgo se convirtió en una imagen gravitante a la cual volvemos cuando pensamos en los días de nuestra infancia. La caja de cartón ofrecía la posibilidad de asomarnos a un lugar y un tiempo detenidos en el pasado de nuestra familia e imaginar un poco la vida de mis tíos y de mi abuela, antes de convertirse en las personas que veíamos y abrazábamos al terminar la escuela. Parte de aquel tesoro fue el libro “Amigo”, publicado en el año 1975 como parte de la reforma educativa de Velasco Alvarado, cuyo título recuperé gracias a mi hermana y a las ventajas de la tecnología. Los textos e ilustraciones invitaban a conocer las vivencias de una familia de campo, con la cual, naturalmente, me identificaba; de sus páginas conservo los trabalenguas “María Chuzena”, “El cielo está enladrillado” y “La perra de Parra”, que incluso ahora soy capaz de repetir palabra tras palabra, velozmente y sin equivocarme.
He recordado todo esto, al leer el ensayo que Marcel Proust escribió en 1905, donde contrarresta los argumentos de John Ruskin sobre la lectura, en sus conferencias reunidas en Sésamos y lirios, negando el rol preponderante que este le asigna. Proust reflexiona brevemente en torno a distintos autores como Homero, Sófocles, Eurípides, Virgilio, Dante, Emerson, Balzac, Víctor Hugo, Stendhal, Fromentin, Musset, Anatole France, Maeterlinck, Boileau, Racine, Sain-Simon, Shakespeare, Silvio Pellico… Asimismo, propone una funcionalidad distinta de los libros en la vida de las personas, donde el valor de la lectura está en “la imagen de los lugares y de los días en los que las hemos realizado”; por eso recupera las experiencias de su infancia y la vida que se desenvolvía alrededor de él, mientras leía “El capitán fracasa” de Théophile Gautier. La lectura es esencial para todos, pero solamente puede situarnos en el umbral del conocimiento y la belleza suprema, sin introducirnos en ellos. Esto lo explica con la figura de Virgilio acompañando a Dante o la del ángel que nos deja en la puerta del Paraíso y echa a volar antes de vernos entrar. La lectura se trata de una iniciación en la vida espiritual, una comunicación con otros, aunque en soledad. Disfrutamos de las palabras y, más aún, de los silencios que los libros nos ofrecen, porque “hablamos para los demás, pero nos callamos para nosotros mismos”. Por esta razón, es tan difícil comunicar toda la vorágine de emociones que despierta en nosotros mientras leemos.
Por otra parte, la analogía que Proust hace de los libros con los amigos me resultó particularmente significativa por el recuerdo de aquel libro que me vincula con mi propia infancia: una amistad en su pureza inicial, despojada de falsas amabilidades y convencionalismos. Es absolutamente cierto lo que señalaba el autor de “En busca del tiempo perdido”: el valor de la lectura se encuentra en su capacidad de llevarnos hacia un pasado afectivo. Gracias a ella conservo el aire que me devuelve el aroma de los frutos, la imagen de mi abuela en el paisaje de su casa y la alegría de mis hermanas al descubrir nuevos libros, como parte del amor que despertó en mí aquel tesoro liberado de una sencilla e infinita caja de cartón.