El archidrago
Por: Willard Díaz
Aprendí a amar la poesía de Carlos Germán Belli gracias a mi profesor, Jorge Cornejo Polar, que nos dio a mí y a todo el salón en el curso de Literatura Peruana Contemporánea, en la Escuela de Literatura de la Universidad Nacional de San Agustín, allá por los años 70 del siglo pasado, un pequeño pero maravilloso poemario cuyo título era de suyo una provocación: “Oh hada cibernética”. El propio Jorge leyó un par de esos poemas en clase, nos contó algunas simpáticas anécdotas de la vida del autor de quien entiendo fue amigo personal, y nos dejó la tarea de comentar el resto del poemario.
No era una poesía difícil como algunas que teníamos que aprender por esos días. Hecha de una maravillosamente equilibrada combinación de formas clásicas y temas modernos, nos sonaba afín por entonces, cuando la cibernética estaba en pañales pero a nosotros nos hacía sentir jóvenes. Aunque Sologuren, a quien leímos a propósito del curso, dijera que “Belli es un poeta de una sola, honda y dramática experiencia moral: la injusticia que acosa al hombre tornándolo en un ser condenado a perpetua frustración”, nosotros lo encontrábamos a veces tierno y por lo común de buen humor.
Esta sensación se acentuaría cuando en los años 70, ya fuera de la facultad, pudimos leer el libro de las sextinas y sobre todo “En alabanza del bolo alimenticio”, de 1979. La colección de “Versos reunidos” publicada por el INC nos puso al día con el medio siglo de producción del poeta y nos dejó la convicción absoluta de estar frente (o junto) a uno de los tres mejores poetas vivos del Perú.
Pero no es de su poesía —sobre la que se ha hablado muchísimo— de la que quisiera ocuparme hoy sino de una experiencia absolutamente personal que puede ilustrar la relación que guardo con Carlos Germán Belli.
Cuando era niño, hace mucho tiempo, solía acompañar a mi madre al mercado central de mi ciudad, el Mercado de San Camilo. La parte que más me impresionaba en este centro de abastos, la que me despertaba curiosidad y a la vez un poco de temor era la dedicada a la venta de medicamentos naturales, de pócimas y sortilegios, huairuros, imanes, cruces, fetos de llama, íconos santos y sahumerios. Se exhibía allí siempre, en medio de esta abigarrada mesa, una fuente de porcelana blanca con un líquido sanguinolento al que las vendedoras llamaban “Sangre de grado”. Buena para curar las hemorragias, se voceaba, pero a mí me parecía lo contrario. Lo más extraño era el nombre: Sangre de grado. ¿De qué grado? Nunca tuve una explicación y la pregunta infantil me acompañó medio siglo, hasta hace una década, cuando tuve la fortuna de encontrar un libro de Carlos Germán Belli que no es de poesía, sino de prosa: de crónicas de viaje.
El nombre de ese libro es “El imán”, en referencia a ese atractivo irresistible que para el poeta significó el camino, el viaje, la exploración de este mundo.
En uno de sus viajes, cuenta Belli, visitó Tenerife, la más grande de las islas Canarias, y allí tuvo ocasión de ver nuevamente un extraño árbol llamado el drago.
Pero en esa particular ocasión, nos dice, lo llevaron a Icod, al extremo de la isla, para ver el drago más antiguo, uno que Belli describe como “árbol milenario, drago de dragos, inmarchitable, impertérrito, vertical, alzándose a una altura quizás de diez metros, mucho más que aquellos con los que nos hemos topado sucesivamente”.
Y a renglón seguido el poeta viajero nos explica el nombre del árbol: Drago, se debe a la forma del tronco retorcido como una serpiente. Claro, drago es el nombre antiguo de Dragón, al que se atribuía la figura de una enorme serpiente. Añade Belli que de los ejemplares jóvenes del drago se obtiene la resina curativa llamada en esas islas “sangre de drago”.
Y esa fue mi respuesta. Nuestra “Sangre de grado” es el anagrama popular de la originaria “Sangre de Drago”, o de Dragón. Transculturización de una farmacopea medieval a la medicina popular peruana que seguramente pocos entienden así, y cuya naturaleza me fue revelada por el artículo de Carlos Germán Belli.
Pero tampoco es allí adonde quiero llegar hoy. Una revelación mayor fue la descripción del árbol citada al final del artículo, que acaba diciendo “Debo reconocer que el entrañable recuerdo —de esa experiencia frente al árbol— me deja sumido en la atroz envidia, pues claro está, por qué no, también quisiera vivir mil años —como casi todos a hurtadillas aspiran—, aunque con la cabeza en dirección a los cielos, justamente como la copa de los archidragos”.
Desde mi humilde visión de lector de provincia, de agradecido lector de tanta bella poesía que nos ha dado a leer Carlos Germán Belli, estoy seguro de que él va a vivir mil años, y siempre “con la cabeza en dirección a los cielos, justamente como la copa de los archidragos”.
Gracias.
(Texto leído el 2021 ante el poeta en la Ceremonia de Homenaje a Carlos Germán Belli, por parte de la Universidad Católica San Pablo)