Las empresas públicas remanentes
Por Luis Bustamante
En el pensamiento político dominante durante buena parte del siglo XX, salvo en su última década, se privilegió el rol del Estado en muchas economías, hasta volverlo casi hegemónico. Según esa desviación ideológica, nadie mejor que el Estado podía satisfacer las necesidades y exigencias de la sociedad. Más aún, que todo lo que hiciese el Estado debía apuntar a ello.
Sin ir muy lejos, nuestra Constitución de 1979 —que recogió patrones gestados en el régimen militar que la precedió— propone un Estado expansivo e interventor en la economía, situado muy por encima de los ciudadanos y de las organizaciones y empresas privadas. Y gracias a aquel clima, el Estado crece y despliega un formidable aparato empresarial a su cargo, con muchas decenas de empresas públicas. A la par, se consagran términos tales como “empresas estratégicas”, sin que nadie definiera lo que querían expresar.
Recién en la última parte del siglo pasado aparecen, con fuerza global creciente, ideas tales como la de “privatización”. Se propone que los gobiernos debían dedicarse más a gobernar y menos a proveer, pues para ello estaban los actores privados, quienes estaban llamados más que aquéllos a satisfacer mejor las necesidades económicas de las sociedades. Y se postula como socialmente más conveniente que muchos servicios tradicionalmente gubernamentales se trasladen a manos privadas, que las manejarían mejor y más eficientemente que las públicas.
Lo que ocurría, en verdad, era que el foco de atención se desplazaba del ombligo del Estado a los mejores intereses de los ciudadanos, que tomaban conciencia de un progresivo avasallamiento de sus derechos en nombre de una abstracción estatista. Y cada vez aparecía más claro para todos que las empresas en manos privadas demostraban un mejor manejo de sus proyectos, fortaleciéndose así la economía de un país y logrando su efectivo crecimiento.
De hecho, el gobierno elegido en 1990 inicia —aunque no completa— un proceso de privatización, que avanzó de modo desigual según el interés de los sectores involucrados y según el tiempo transcurría.
En ese ambiente ya más propicio, la Constitución de 1993 recogió en su título dedicado al régimen económico los principios de la libre iniciativa privada, del rol subsidiario del Estado frente a ella en la actividad empresarial, de la libre competencia, del igual tratamiento de la inversión nacional y la extranjera, y la responsabilidad del Estado en la defensa del interés de los consumidores y usuarios. Estos principios, entre otros, conforman el marco institucional que permitió el desenvolvimiento exitoso de nuestra economía en las décadas siguientes.
Como remanentes del estatus anterior quedaron unas cuantas empresas públicas que permanecen como tales más de tres décadas después. Entre ellas, se encuentran, como muestras tristes del museo nacional de fracasos, Sedapal y Petroperú. La primera, dedicada a la provisión de agua potable y saneamiento en la capital, y la segunda a la refinación, distribución y comercialización de combustibles y derivados del petróleo.
Las falencias de ambas empresas son evidentes para el escrutinio ciudadano. En Sedapal, por su prolongada inoperancia en la cobertura de sus servicios en favor de vastos sectores poblacionales, muy especialmente los más pobres. Y en Petroperú, por su inagotable demanda de financiamiento para atender sus erradas decisiones de inversión y su congénita ineficiencia organizativa.
En ambos casos, hoy reina la insatisfacción generalizada entre sus usuarios y los contribuyentes hartos ya del desperdicio de los recursos públicos. Y se extiende entre todos la conciencia de que la mala asignación de tales recursos empobrece a toda la sociedad e impide su uso alternativo con fines económicamente más productivos y socialmente más urgentes.
Mientras tanto, el Estado se muestra tercamente obstinado en mantener el statu quo, y se resiste a soltar el dominio de estas empresas remanentes en favor de agentes productivos más eficientes y más responsables, impulsando un proceso de privatización claramente inconcluso.
Todo ello contribuye a que la sociedad se perciba cada día menos representada por ese Estado y que se debilite aún más la satisfacción ciudadana por esa clase de democracia.