EL MILAGRO DEL MES

Por: Javier Del Río Alba – Arzobispo de Arequipa

Hemos comenzado el mes de octubre, mes del Señor de los Milagros, al que el Papa san Juan Pablo II llamó «la Cuaresma peruana». Millones de personas por todo el mundo se acercarán en las próximas semanas a los diversos templos, ubicados en grandes ciudades o pequeños pueblos, en los que se venera la bella imagen del Cristo moreno. Muchas de ellas también saldrán a las calles, con especial devoción y confianza, para participar en las procesiones. Confianza, naturalmente, no en la pintura sino en Aquel a quien ella representa: nuestro Señor Jesús, que clavado en la cruz derramó su sangre para el perdón de los pecados, los nuestros y los de toda la humanidad. La gran mayoría de fieles que acudirán a esos templos o participarán en las procesiones lo harán para dar gracias a Dios por los bienes espirituales o materiales que ya han recibido de Él: conversiones, liberación de pecados, de adicciones, o solución de problemas, curación de enfermedades, resolución de conflictos, obtención de trabajo, etc. En fin, los dones que recibimos del Cristo de Pachacamilla son numerosos y por eso cada año aumenta el número de los que acuden a Él, no sólo en Lima o Perú, sino en distintas ciudades del mundo, para pedirle nuevos favores.

Conviene, entonces, recordar la advertencia que hace el apóstol Santiago en su carta que está en la Biblia: «Piden y no reciben porque piden mal, con la intención de malgastarlo en sus pasiones» (St 4,3). Es fundamental, por tanto, que al acercarnos a la imagen del Señor de los Milagros, a través de la cual nos acercamos a Jesús, sepamos qué pedirle. Lo primero, en consonancia con esa “Cuaresma peruana”, sería pedirle la conversión de nuestro corazón: que ese amor manifestado en el Cristo crucificado de la venerada imagen se pueda realizar también en nuestra vida, de modo que también nosotros amemos a Dios como Jesús lo ha amado, obedeciéndole hasta el extremo, y amemos al prójimo como Él nos ha amado. Amar al prójimo en el hogar: el amor entre los esposos, el amor de los padres hacia los hijos, de los hijos hacia los padres y de todos hacia los abuelitos que tantas veces los tenemos olvidados. Pero no sólo eso, amar también a cada ser humano: nuestros vecinos, los compañeros de estudio o de trabajo, las personas que tantas veces vemos necesitadas cerca de nosotros o por los lugares donde transitamos.

Para poder amar así, sin embargo, necesitamos antes experimentar el amor de Dios y acogerlo en nuestra vida, porque como dice el apóstol san Juan: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1Jn 4,10). Esta es la esencia y el fundamento de la vida cristiana: el encuentro personal con el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rm 8,39). Pidámosle a Jesús que en este “Mes Morado” nos conceda la gracia de un renovado encuentro con Él; porque ciertamente el Señor puede solucionarnos muchos problemas, pero mientras no logremos amar como Él ama, gratuitamente, nunca estaremos plenamente satisfechos. Superaremos una dificultad, pero después vendrá otra que nos meterá en crisis. En cambio, el amor subsiste eternamente (1Cor 13,8).

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