EL VALOR DEL AMOR
Por: Javier Del Río Alba – Arzobispo de Arequipa
Nos acercamos al final del año litúrgico y, con él, al final del evangelio de san Marcos que hemos escuchado cada domingo. Jesús ha llegado hace unos días a Jerusalén, donde dentro de poco será apresado y condenado a muerte. Él sabe lo que lo espera y, por tanto, va terminando de formar a sus discípulos y de revelarnos aspectos fundamentales del Reino de los Cielos y la vida cristiana. En el evangelio de este domingo lo hace a propósito de dos escenas de las que él y sus discípulos son testigos estando en el templo de Jerusalén. Por un lado, ven que a ciertas autoridades religiosas del pueblo de Israel «les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencia en las plazas, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes, y devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos» (Mc 12,38-40). Por otro lado, ven que una viuda pobre echa unos centavos en el arca de las ofrendas para colaborar con los gastos del templo que estaba destinado al culto y la alabanza a Dios.
Respecto a los primeros, Jesús enseña a sus discípulos, y también a nosotros, que debemos tener cuidado de la hipocresía y la vanagloria. Dos tentaciones en las que muchas veces caen los que se creen “buenos”. Tentaciones que los llevan a presentarse como ejemplo para los demás, buscando ser admirados y aplaudidos, y terminan proyectando una imagen falsa de sí mismos…el pecado de la hipocresía. Ya no les interesa servir a Dios y al prójimo. Les interesa su propia imagen. Ante esas tentaciones, el Papa Francisco nos exhorta a: «estar atentos a no basar la vida en el culto de la apariencia, de la exterioridad, en el cuidado exagerado de la propia imagen…para no caer en la vanidad, para no obsesionarnos con las apariencias, perdiendo la substancia y viviendo en la superficialidad…alertas ante las falsedades del corazón, ante la hipocresía, ¡que es una peligrosa enfermedad del alma!» (Angelus, 7.XI.2021).
A la viuda pobre, en cambio, Jesús la exalta porque, como dice a sus discípulos: «ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie; porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir» (Mc 12,43-44). En otras palabras, esta viuda ha puesto su vida en manos de Dios, como lo hará Jesús pocos días después, al entregarse a la muerte para el perdón de nuestros pecados y para abrirnos las puertas del Cielo. Clavado en la cruz, a punto de expirar, dirá: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Como dijo el Papa Benedicto XVI: «en esa única oblación está condensado todo el amor del Hijo de Dios hecho hombre, como en el gesto de la viuda se concentra todo el amor de aquella mujer a Dios y a los hermanos» (Homilía, 8.XI.2009). Esa viuda pobre es imagen del verdadero cristiano, que «no frecuenta el templo para tener la conciencia tranquila, no reza para hacerse ver, no hace alarde de su fe, sino que dona con el corazón, con generosidad y gratuidad…expresa una vida dedicada a Dios con sinceridad, una fe que no vive de apariencias, sino de confianza incondicional…una fe sin adornos externos, sino sincera interiormente» (Francisco, Angelus, 7.XI.2021).