Liter(g)atos

Por Gabriela Caballero Delgado

Un suave gemido se filtró por entre las voces que cantaban el cumpleaños feliz. Aunque no estaba muy seguro de haber oído realmente este sonido, Lukas bajó la mirada hasta la caja de cartón depositada junto a los pies de su padre. Los zapatos viejos que estuvo figurando como regalo, segundos antes, empezaron a difuminarse. Cumplía seis años y cuando aquella caja dio pequeños brincos, los zapatos y la desilusión que los acompañaba desaparecieron por completo en el pensamiento del niño.

Lo primero en asomarse bajo la tapa fue una garrita negra, luego brotaría la cabeza de Noche. Por supuesto que en ese momento aún no se llamaba Noche. Solo era un gatito insolente que apenas salió de la caja fue a orinar al lado de quien se encontraba más cerca. El padre de Lukas, sacudiendo un pie, dijo al niño que su tarea sería atenderlo y enseñarle modales. Pero este gatito había llegado no solo para aprender cómo comportarse, sino también para ayudar a madurar a Lukas, enseñándole el significado del amor, la libertad, el dolor, la nostalgia, el coraje y la esperanza.  

El gato debía su nombre, naturalmente, al color que lo cubría por entero; exceptuando la punta de su cola, cuya blancura acentuaba más los contrastes y recordaba una luna. Tenía, asimismo, otra peculiaridad: amaba la lluvia. Por esta razón, el libro donde habita se titula El gato al que le gustaba la lluvia, y le pertenece al novelista y dramaturgo sueco Henning Mankell. Esta novela juvenil ha sido galardonada en 1991 con el premio Nils Holgersson, instaurado en honor a la escritora Selma Lagerlöf, la primera mujer en ganar el Premio Nobel de Literatura en 1909. Y sucede con el libro lo que una vez me dijo el poeta Luis Alberto Calderón Albarracín: “Escribir literatura para niños y jóvenes es una tarea sumamente ardua”. El escritor debe apropiarse tanto del imaginario de estos lectores como de su lenguaje para construir un texto que, en su aparente sencillez, contenga pensamientos complejos. Es decir, dicha tarea de simplificación no significa rebajar el nivel intelectual o negar la complejidad de la vida y de la literatura, sino lo que Eduardo Galeano señala como requisito indispensable en todo texto: “lograr un lenguaje que sea capaz de transmitir electricidad de vida, suprimiendo todo lo que no sea digno de existencia”. La novela de Mankell es todo esto y conmueve tiernamente hasta las lágrimas.

Quién sabe si mi corazón es el País de la Lluvia adonde Noche ha venido a cobijarse,  junto a los otros gatos que aquí dormitan enseñándome a ver lo que no veía: el gato sin nombre de Natsume Söseki, quien contempla fascinado la sociedad japonesa y descubre que la humanidad es una especie de la cual conviene burlarse; la gata Saha que, en la novela de Colette, es víctima de los celos de una mujer y revela su mirada crítica hacia las convenciones de la burguesía; el Gato de Cheshire que aparece y desaparece, confundiendo ocasionalmente a Alicia con cuestiones filosóficas; Plutón, el gato negro de Poe, que refleja la paranoia y la falta de autocontrol del protagonista; el valiente gato anónimo que, para salvar un alma humana, enfrenta al mismo diablo desafiándolo a contar cuántos pelos tiene en la cola… Junto a todos ellos, está también mi amada Shaska, a quien dejé con mi suegra para  atenuarle la soledad y los dolores de su enfermedad, y que terminó desapareciendo inexplicablemente tras su muerte. Hoy sé que ha viajado también al País de la Lluvia y anda contando a los soñadores la historia de una gatita siamesa que una tarde, cuando tenía el tamaño de mi mano, llegó a una casita detrás del mercado Bolognesi. Buscó uno de los zapatos de mi hijo mayor. Y acurrucándose en su interior, nos examinó cautelosamente para medir la cantidad de amor que debía entregarnos. Quizás ahora, sentada junto a Noche en lo alto de una roca, pueda escucharnos llamarla todavía…

Dejemos a estos liter(g)atos aquí, en absoluta libertad, cubiertos con la cálida lluvia que repiquetea sobre las sombrillas haciéndolas crecer en todo el campo.    

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