Cartas desde la rue Taitbout

Por Gabriela Caballero Delgado

William Saroyan: Acabo de leer las cartas que escribiste desde la rue Taitbout en París y algo de tu melancolía se ha instalado también detrás de mis ojos. Tal vez porque te he imaginado solo escribiendo cartas que no enviarías o porque todo en tu libro es tan hermoso, y la belleza tiene en sí misma algo de tristeza que nos estremece cuando la tocamos. 

Aun si todos en el mundo continuamos siendo un misterio para los demás, y demasiadas veces para nosotros mismos, en algún momento de tu vida dejaste de ver a tus destinatarios como ciudades extrañas y lejanas. Dios, tu padre, tus profesoras y compañeros del orfanato en Oakland, tus tíos, tu editor de “Faber & Faber”, Guy de Maupassand, Balzac, Twain, Freud, Young, Adler, Hitler, Mussolini… dejaron de ser una idea abstracta, un recuerdo, un pensamiento, una figura de barro. Por otra parte, hay en todos ellos un camino que conduce hacia ti y nos permite descubrir al niño que fuiste, convencido de volver a ver a tu padre, de quien esperabas que con los años desafíe a la muerte y un día logre alcanzarte en medio de la calle, para encontrarte en sus ojos, para ver cómo su boca se abre y dibuja tu nombre.

Tu padre volvió, aunque no fue como esperabas. Corrió por la Quinta Avenida en Nueva York, hasta llegar a tu lado y entonces te dijo: “¡Papá! ¡Por Dios, papá! Has pasado por mi lado, me has visto y no te has parado”. Ya lo habías descubierto entre una docena de personas, mientras avanzaba hacia ti del lado contrario de la avenida y tú te preguntabas: “¿Quién es el padre de quién? ¿Es alguien el padre de alguien?”.  Tu hijo también te miró, pero ambos siguieron de largo. No hablaron ni giraron la cabeza. Y un minuto más tarde, allí estaba frente a ti, sin saber que era tu padre y que tú también eras él. Los tres tan cerca y, sin embargo, tan distantes uno del otro. No siempre podemos convertir al amor en palabras y a veces dejamos crecer un abismo entre las personas que amamos y nosotros; pero puede ocurrir que un día el abismo deje de importarnos y que los reproches pierdan el sentido.

William, llevabas cerca de sesenta años cuando escribiste todas estas cartas y ya tenías muchísimos libros, tanto de narrativa como de teatro. Cuando eras reconocido como un escritor norteamericano importante, de origen armenio, y habías rechazado el Premio Pulitzer en 1940, porque contradecía tus ideales sociales. Cuando ya escribías guiones de cine y dibujaste innumerables “cosas que no parecen cosas, a no ser que el que las mire se empeñe en que lo parezcan”, y que los entendidos denominan “expresionismo abstracto”. Tal vez hubieras podido contarle todo esto a tu padre aquel día, cuando llevando el rostro de tu hijo, te alcanzó en medio de la gente. Pero no fue necesario hacerlo, él ya lo sabía porque, aunque había muerto cuando tú eras muy pequeño, en realidad no estaba muerto. Tú mismo lo escribiste: “Nadie acaba en la tumba; solo los huesos o el polvo están ahí. El hombre sigue estando siempre en los lugares en los que ha estado. Allí donde nació, donde pasó la niñez y la adolescencia. También en los barcos, y sigue estando en los libros que leyó…”, y, naturalmente, en los que escribió.

He leído tus cartas y he pensado que yo podía ser ese último destinatario a quien, al final de tu libro, le pedías que no se vaya; pero si debía hacerlo, que saludara a todo el mundo. Así lo hago ahora, William, o acaso únicamente esté soñando que te escribo desde el sur del Perú, o lo esté sintiendo. En todo caso, solo quería decírtelo.

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