Cuentos dos veces contados
Por: Willard Díaz

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El taller

Abrir un taller de narración a pedido de mi universidad me planteó hace más de treinta años retos imprevistos. Salvo la remota noticia que en Estados Unidos funcionaban en algunas universidades workshops para escritores, ningún antecedente local ayudó cuando el rector Juan Manuel Guillén nos invitó, a mí y a un par de escritores, a crear un taller por cuenta de su administración. ¿Qué hacer?, ¿leer obras en público?, ¿comentar?, ¿aconsejar? El sentido práctico vino en nuestro auxilio y empezamos con una mezcla de todo esto —incluidas las dudas—, cobijados bajo la buena voluntad de los interesados.

Al tiempo, con un poco más de información y gracias al infalible método del acierto-error, empezamos a producir una rutina de trabajo de tres partes que combinaba una sección de controles de lectura, porque a escribir se aprende leyendo; otra, de comentarios sobre aspectos técnicos; y una final de crítica colectiva y edición de los trabajos de cada uno de los talleristas, que para eso acuden.

La idea básica es que quien desea aprender a escribir prosa de ficción tiene a favor la fuerza de su vocación urgente. Incluso cuando el taller pasó a formar parte del currículo de la Escuela de Literatura y Lingüística de la universidad, era electivo. En el desarrollo del control de ese poderoso estímulo que es la vocación personal era mejor, en vez del fárrago de la jerga académica, hablar con los participantes más de obras que de teorías. Las técnicas las fuimos sacando de la propia lectura minuciosa de cuentos y novelas, de los ocasionales consejos de escritores magistrales, y de nuestra experiencia. Seguimos, sin saberlo, un principio recomendado por Vladimir Navokov en su época de profesor de literatura en la Universidad de Cornell: “Al leer debemos fijarnos en los detalles, acariciarlos. Nada tienen de malo las lunáticas sandeces de la generalización cuando se hacen después de reunir con amor las soleadas insignificancias del libro”.

Esto último demandaba, por supuesto, lecturas y relecturas diligentes que, yo en primer lugar, asumí como obligación y no sin placer. Empecé así un trabajo de estudio, de análisis y síntesis, de elección y olvido que poco a poco me fue dejando en la mano, como material de clases, un conjunto de cuentos leídos detenidamente. Cuentos que fueron entonces dos veces contados, una por sus autores y otra por este lector a sus alumnos. El título del libro, aun si prestado de Hawthorne, expresa a su modo esa relectura.

En el debate sobre analizar sistemática y racionalmente o disfrutar sin analizar, hemos optado por el aristotélico punto medio, con la convicción que desde allí se puede uno mover si lo desea hacia cualquiera de los dos extremos con más facilidad y rapidez. Los románticos asumieron la defensa de las emociones e intuiciones como método para producir y leer literatura; los estructuralistas, con su credo antimentalista y científico, redujeron novelas, cuentos y poemas a un conjunto de fórmulas, ecuaciones y vectores cuya racionalidad parecía el triunfo del saber objetivo. Ni uno ni otro, el placer del texto fue el punto de partida y de llegada del recorrido de la lectura y la relectura, recorrido que atraviesa por campos deductivos, inductivos y abductivos con absoluta libertad, como un ejercicio de imaginación más que de gimnasia académica. Eso se logra, me parece, solo a partir del texto, con el texto en la mano, siempre citando y extrayendo los varios sentidos de una misma oración. Recuperamos así la etimología de la palabra “texto”, tejido, según el “análisis textual” creado por Roland Barthes y reactualizado por la retórica poética de hoy. En este tipo de análisis el texto cobra interés cuando nuestro gozo es confrontado con un conjunto heterogéneo de códigos, gracias a una intertextualidad extrema, pues como afirma la semiótica del grupo Mu: “las partes poseen el mismo estatuto lógico que el todo”.

El lector

Esta anhelada visión dialéctica se corresponde en buena medida con la imagen de nuestro lector ideal: ni el común, que solo lee por entretenimiento, ni el erudito que lee profesionalmente; el ideal nuestro es el lector-que-lee-para-escribir. No necesita estudiar la abundante teoría literaria existente, pero tampoco se limita a leer para el consumo rápido.

Quien desea aprender a escribir ficción sin seguir una carrera universitaria tiene preferidos algunos cuentos y novelas, unos autores favoritos a los que admira y lee con placer. Su inconsciente ya hizo una elección por afinidad o por catarsis; ha encontrado algún texto cuya lectura le cautiva y quisiera saber por qué. Esta curiosidad es necesaria para el análisis de los recursos que ha desplegado tal o cual autor a fin de provocar ciertos sentimientos; análisis del que puede aprender y utilizar el lector-escritor, cuando se entregue al trabajo de producir sus propios textos. Para él, la literatura será lo que dijo Horacio: dulce et utile.

El lector-escritor es en verdad un relector empedernido. Lo que busca no está en los acontecimientos, en la historia contada o en el tema, sino más adentro, en la manera como esa historia es contada, en la forma que ha usado o inventado su autor favorito para provocar respuestas estéticas en el común de los lectores. Pero como los hechos contados suelen ser apasionantes, dejarlos de lado para espiar detrás del telón los mecanismos que los mueven, demanda un esfuerzo extraordinario. El lenguaje tiene que perder su transparencia y mostrarse como la materia en la que está esculpida la obra. Tal labor requiere un despliegue de sensibilidad e imaginación y al mismo tiempo rigor profesional; el buen escritor se mide a sí mismo en esa mirada bifocal.

Hay quienes pueden hacer una minuciosa lectura solos, son extraordinarios lectores. El taller está para ayudar a los que deseen leer en compañía y comparar sus ideas. Hay también, por supuesto, quienes combinan o alternan los dos métodos.

El contenido

Leo premunido de estas ideas ocho cuentos, escogidos por su notable calidad y por ser casos paradigmáticos de logros diversos en la escritura creativa. En cada uno he tratado de orientarme hacia un problema técnico particular, pero no lo he logrado totalmente, las técnicas se cruzan, se combinan, se repiten y se organizan para conseguir sus efectos, y querer desenlazarlas es ilusorio. Solo me cabe esperar que este libro sirva para que los lectores reparen en la necesidad de la relectura y en sus beneficios.

Debo advertir, por si fuera necesario, que estas mis lecturas no quieren arribar a interpretaciones científicas del significado. Lo que hago es algo parecido a lo que hace la Microhistoria: presto atención a casos, no a ejemplos. Los casos no ilustran nada. No pueden hacerlo. Como dice Jolles citado por Carlo Ginzburg, los casos “plantean una pregunta sin aportar la respuesta, señalando una dificultad no resuelta”. ¿Por qué este cuento está escrito de esta manera y no de ninguna otra?, sería la pregunta; la respuesta no la tengo.

Los cuentos

El cuento de Guy de Maupassant, “Claro de luna” me ha permitido en los talleres mostrar de manera introductoria el modelo del cuento clásico, con exposición, nudo y desenlace armoniosamente trazados y con un narrador omnisciente que manipula la estructura a su favor. “La laguna”, cuento de Joseph Conrad, nos mostrará el magistral empleo del espacio literario para cargarlo de emociones y símbolos, hasta convertirlo en un ambiente sugestivo. Luego viene “Gato bajo la luna”, de Hemingway, que en una ampliación del capítulo correspondiente de mi manual me sirve para explorar los usos de la focalización. “El huésped”, de Albert Camus, es un cuento en el cual la contención del narrador da forma a la duda existencial del protagonista. En la lectura de “Tema del traidor y del héroe” se puede apreciar cómo funcionan la metaficción, el tiempo helicoidal y las técnicas en una obra de Borges. El cuento de Juan Rulfo, “Diles que no me maten” ofrece la visión de una delicada estructura de tiempos y espacios; destaco con ello el sistema de contratos en que se basa. Al final he analizado con ayuda de su autora un cuento peruano, “Divorciada”, de Susanne Noltenius; y cierro con una arbitraria lectura de “Sábados por la noche”, cuento de una escritora arequipeña, Rosa Núñez, con el cual pretendo mostrar el uso estético del espacio ficcional.

(Del prólogo de “Cuentos dos veces contados, Dedo crítico Editores, Lima, 2022. Presentación hoy en el 15 Festival del libro)

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