¿Cuándo reduciremos el Estado?
Por Manuel Gago

En un mensaje por Fiestas Patrias tedioso y sin sustancia suficiente, Dina Boluarte ocupó su tiempo anunciando gastos sin darse un tiempo para indicar cómo serán financiadas las obras e intervenciones que pretende realizar. ¿Cuándo oiremos de un presidente con agallas que ofrezca lo que en verdad necesita el país: reducir el tamaño del Estado?

La multitud en el aparato público no solamente estorba sino que, además, con la anuencia de la autoridad, se crean actividades para justificar su sueldo y para hacerle la vida imposible a la población. Por ejemplo, en las municipalidades los fiscalizadores tienen carta libre para cerrar negocios, edificaciones en curso y perseguir a los comerciantes informales, hasta arrebatarles su mercadería. El burócrata no sabe qué significa arriesgarlo todo por el negocio propio. 

En el año 2000, después de que Alberto Fujimori privatizara las empresas estatales, la burocracia pública sumaba 800,000 empleados. Durante la nociva primera etapa del Gobierno Revolucionario (1968-1975) se crearon 175 empresas públicas que fueron una carga para el país, en lugar de locomotoras para la economía. Complacientes con lo heredado, ni Fernando Belaunde ni Alan García movieron un dedo para revertir la situación.

Las mineras, aún cuando ofrecían divisas, no eran prósperas ni competitivas; todo lo contrario, además de indiferentes con el medio ambiente. La idea de que “la minería contamina” surge por la irresponsable administración estatal, sin capacidad para modernizar las operaciones y en la que la obsolescencia era una constante. Los puestos de trabajo, como en gran parte del aparato estatal, eran heredables: a los hijos de los trabajadores –entusiasmados con la revolución y sin cualificaciones– les hacían un espacio laboral. 

Centromin Perú era el más importante conglomerado minero, con ocho unidades productivas (Casapalca, Morococha, Andaychagua, Cerro de Pasco, Cobriza, Yauricocha y Fundición). Resulta que en el proceso de privatizaciones se confirmó el exceso brutal de trabajadores en el Centro Metalúrgico La Oroya (fundición): 5,500 trabajadores cuando solo 3,000 eran necesarios. Los conceptos de reingeniería, competitividad y eficacia eran desconocidos. 

Después de la gestión de Humala se supo que la burocracia estatal llegó a sumar 1,4 millones de trabajadores. Terminada la pandemia, no hay cifras confiables publicadas, pero se estima que la carga laboral del Estado, en sus tres niveles, alcanzaría el millón y medio de empleos. Resulta triste ver chalecos amarillos y de todos los colores (rojos en las municipalidades tomadas por los comunistas) parados en las esquinas sin hacer nada, sin realizar lo que más se necesita: actividades productivas. Más triste todavía es ver diplomados haciendo tareas de portapliegos. 

La reforma del Estado no implica despedir sin más a los trabajadores, sino reubicar a los que deban ser reubicados. Fue un gran error crear los ministerios del Ambiente, de la Mujer y de Cultura; debieron ser dependencias de ministerios afines. Hoy no hay quien se atreva a revertir ese error. Existe la creencia de que es impopular. Pero el daño ya está hecho y esto, para los escépticos, no lo revierte nadie. Ni después de una guerra civil porque los victoriosos –como después de un proceso electoral– repartirán o inventarán puestos de trabajo para su tropa. 

Mientras tanto, la masa seguirá aplaudiendo tanta impostación en las celebraciones públicas y hasta privadas. La edulcoración, hija de la hipocresía limeña, se extiende en todos los rincones. Reinan los engolamientos y palabrería insustancial de populistas, los excesos protocolarios de encopetados ansiosos de oropeles a su paso. Una burla a la paciencia nacional. En definitiva: sin visión de un Perú de aquí a 50 años.

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