MÚLTIPLES MIRADAS DE AREQUIPA

Diversos autores, a través de sus obras literarias, nos permiten conocer y querer más a nuestra patria chica

Por Orlando Mazeyra Guillén

Hace algunos años, gracias a una iniciativa del Ministerio de Cultura, se nos invitó a imaginar Arequipa a través de la obra de distintos autores (sean o no arequipeños).

Empecemos pues, a manera de tentempié, con José María Arguedas, en su obra póstuma “El zorro de arriba y el zorro de abajo”, donde recuerda que, por ese entonces, su mujer estaba en la Ciudad Blanca y decidió darle un telefonazo antes de viajar a la tierra del volcán Misti: «[…] decidí llamar a mi mujer a Arequipa, para celebrar la salida del pozo, de la brea que amagaba mi pensamiento. Viajé feliz y casi triunfalmente. Arequipa es una ciudad en que Ángel Rama se pasearía con su imperturbable, o mejor diría, con su serena cabeza y su disciplinado corazón; se pasearía entendiendo bien los contrastes que hay entre los sillares de piedra blanca volcánica con que están hechos los edificios coloniales, sillares como de nieve opaca, y la esmeralda sangrienta del valle en que la ciudad se levanta. Ángel comprendería el significado del contraste entre esta esmeralda y la sequedad astral del desierto montañoso en que el valle aparece como un río tristísimo de puro feraz y brillante. Él, Ángel, comprendería; sus inmensos ojos se llenarían algo más de esperanza, de tenacidad, de sabiduría regocijada y no asupremada y por eso mismo, no vendible en el más voraz de los mercados del mundo. Tú, Roberto (F.R.), pedernal y ternura, te colmarías en Arequipa de más seguridades y júbilos sobre nosotros, los andinos. Allí nacieron Melgar y Mario [Vargas Llosa]».

Escribe Víctor Andrés Belaunde en su libro “Memorias de mi infancia”: «Arequipa, vieja ciudad, alamedas de sauces, campos tornasolados de trigo, blancas canteras de sillar, que tallaron tus hijos para decorar la majestad de tus templos, aguas cristalinas que parecen aire, aire transparente que parece éter, calles místicas, desfile de procesiones, ecos de yaraví, tribunas de granito para las revoluciones». Por su parte, el Tribuno Francisco Mostajo se refiere a ella de esta contundente manera: «Soy arequipeño y te amo como a una madre: tu grandeza hace mis ansias arder, y ay del que intente ultrajarte, que en león me tornaré. Arequipa es recia tierra, lo afirmo y lo afirmo bien».

A continuación, cito sólo algunos fragmentos de las obras de autores cuyas creaciones nos permiten recorrer e imaginar la ciudad. También invito a los lectores a recordar otras obras para enriquecer este recorrido simbólico.

LA AVENIDA PARRA SEGÚN EL PREMIO NOBEL

«La casa en que nací, en el número 101 del Boulevard Parra, en Arequipa, el 28 de marzo de 1936, no tiene ninguna distinción arquitectónica particular, salvo la vejez, que sobrelleva con dignidad y que le da ahora cierta apariencia respetable. Es una casa republicana, de principios del siglo XX. […] Había oído en la familia que desde su lado Este se tenía una magnífica vista de los tres volcanes tutelares de mi ciudad natal, pero ahora ya no se ven los tres, solo dos, el Misti y el Chachani, que lucen esta mañana soberbios y enhiestos bajo el sol radiante. En los 75 años transcurridos desde que vine al mundo han surgido edificios y construcciones que ocultan casi enteramente al tercero, el Pichu Pichu. Otro mérito de esta casona es haber resistido los abundantes temblores y terremotos que han sacudido a Arequipa, tierra volcánica si las hay, desde entonces. Consta de dos pisos y desde su terraza trasera se divisa una buena parte de la sosegada campiña arequipeña, con sus pequeños huertos y chacras. Su jardín delantero está completamente muerto, pero las lindas baldosas modernistas de la entrada brillan todavía. La familia Llosa alquilaba el segundo piso a los dueños, la familia Vinelli, que vivía en la planta de abajo. La primera vez que yo pude entrar y conocer por dentro la casa donde nací y pasé mi primer año de vida, fue a mediados de los años sesenta. Entonces vivía allí, solo, un señor Vinelli, afable viejecito que se acordaba de mi madre y mis abuelos, y que me enseñó el cuarto donde mi madre estuvo sufriendo lo indecible durante seis horas porque yo, por lo visto, con un emperramiento tenaz, me negaba a entrar en este mundo. La comadrona, una inglesa evangelista llamada Miss Pitzer, después de esta batalla tuvo todavía ánimos para ayudar a dar a luz a la madre de Carlos Meneses, que es ahora director del diario “El Pueblo”de Arequipa».

TERESA RUIZ ROSAS: MONASTERIO DE SANTA CATALINA

«Desde que lo restauraron para convertirlo en la atracción principal de la ciudad, trabajo aquí a tiempo completo y cuanto hago gira en torno del Monasterio. Le conozco cada ángulo, cada rugosidad del suelo, distingo por la edad a las madreselvas. Me complazco a veces en acariciar sus muros ásperos, que se me antojan llenos de secretos, como una crónica silenciosa de siglos. Podrían vendarme los ojos en cualquier parte del laberinto de callejas, plazuela y celdas y yo encontraría el camino sin tropiezos. Lejos de estar harta, me pregunto cómo va a ser vivir sin ellas a partir del primero de mayo en que voy a tomarme las vacaciones definitivas».

Arequipa – Plaza de armas

OSWALDO REYNOSO: YANAHUARA Y CAYMA

«El ómnibus trepa por las estrechas y empedradas calles de Yanahuara, y lo vamos a conocer en persona al nuevo presidente de la República, ¿cómo será? Prado era todo un payaso, como dice mi papá, y Bustamante y Rivero se parecía a uno de los hermanos Marx, y este, a lo mejor, como es militar, debe parecerse a Castilla o a Vivanco. Ya estamos entrando a la plaza de Cayma, y hacía sol, y sin mentirte parecía esas plazas que se ven en las películas de guerra, esas plazas pues llenas de sol con militares, en traje de campaña, trepados en las azoteas de las casas, en la torre de la iglesia y repartido, en grupos, en los jardines, con las armas listas para disparar […] el general Odría escogió la iglesia de Cayma para la misa de gracias por el triunfo de su Revolución Restauradora. Pero el profesor se cuidaría mucho de aclarar que Odría derrocó a un prohombre arequipeño, y pasaría por alto, también, la incultura evidente del tal Odría. El caso fue que una vez terminada la misa nos precipitamos escaleras abajo, sin obedecer a Fray Paco que reclamaba orden y compostura: todos queríamos darle la mano al nuevo presidente de la República. En la puerta de la iglesia, estaba Odría: botas y camisa de campaña, cartuchera en la cintura y rostro blanco mezcla de pez gordo y pollo viejo, y sus ojos chiquitos y fríos se movían, como asustados, mirándolo todo, y de verdad que sentí miedo. Claro que en ese entonces no sabía por qué, pero ahora, que han pasado algunos años, me lo explico: nunca antes había visto un hombre de mirada tan sin ternura».

LA FACULTAD DE LETRAS DE LA UNSA: ROSA NÚÑEZ

«Lizardo atravesó el pasadizo y notó que en esos años de ausencia, las gruesas paredes de sillar habían adquirido un color blanco humo más opaco. A esas horas, el sol ya se estaba ocultando y los fluorescentes despedían una luz blanca en el interior de los salones, donde algunos estudiantes tomaban apuntes, leían o, simplemente, oían a sus profesores. El aire solitario que envolvía cada columna, cada esquina, cada ventana de la vieja casona, era el mismo de siempre, es más, ahora la Facultad de Letras parecía un páramo.

Lizardo tenía mucho que recordar, desde las eternas postergaciones de exámenes y toma de locales, hasta el afán de soñar con algo imperecedero, capaz de sellar el paso por la Universidad. Sin embargo, aquellos sueños que tuvo él y que tuvieron sus compañeros de repente, sin saber por qué, un día dejaron de ser soñados.

Después de dar el recorrido por el pasadizo y por todos los ambientes de su antigua facultad, se asomó a la sala de lectura donde aún estaban las grandes mesas de madera y el cartel que decía “silencio”. Ingresó en ella y se fue a parar frente a la ventana, como antes lo hacía, al parque poblado por cipreses, en cuyos troncos casi siempre se hallaban apoyados parejas de enamorados o alumnos solitarios con un libro entre las manos».

EL CENTRO HISTÓRICO: OSWALDO REYNOSO

«¿Recuerdas que después de una conferencia que di en la Universidad de San Agustín, en un bar de la calle Ugarte, me contaste que en la U hay un profesor de mi misma edad que habla muy mal de mi persona? Sí, dice que usted es un pervertido, un borracho que se arrastra por cantinas de mala muerte y que lo conoce desde la infancia. No, no me digas su nombre. Ya sé quién es. Quiso ser acuarelista y solo logró hacer borrones. Y pujo y pujo para escribir versos y relatos y solo le salió lo que sale de los pujos. Sucede que a comienzos de la década del setenta, a las nueve de la mañana, de un día del mes de mayo, me vio salir totalmente ebrio apoyado en un joven de una cantinita que quedaba por una de las calles que dan al Mercado de San Camilo. Te voy a contar esa historia, pero no en este bar. Llévame a un huarique con radiola y con la gente marginal que pulula por esas calles de hostales. En ese ambiente, mi recuerdo cobrará más vida. Se pagó la cuenta, dejamos el bar, tomamos un taxi y llegamos a una trasversal de San Juan de Dios, una de las zonas rojas que la ciudad tolera. Como había un atoro de vehículos, salimos del taxi y caminamos por entre un gentío multivario que iba y venía por las angostas aceras. Luego de hacer una inspección ocular de los bares, nos decidimos por el más sórdido. Prostitutas, homosexuales, jóvenes, adultos y ancianos, alrededor de mesas colmadas de botellas de cerveza, hablaban tranquilamente o discutían a grito calato. Al fondo, divisamos una mesa vacía. Ahí estaremos un poco alejados de la radiola que entre luces de colores lanzaba rugidos atropellados de yampenes y roseros. Lugar preciso para avivar mi memoria. Dos heladitas, pidió Sergio».

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