LA MADUREZ DEL POETA
Por: T. S. Eliot

Quizá generalice arbitrariamente la propia experiencia o no haga más que repetir lo que ya es lugar común entre psicólogos y maestros, si conjeturo que la mayor parte de los niños, hasta los doce o catorce años, son capaces de cierto goce poético y que, alrededor de la pubertad, la mayor parte no siente más curiosidad por ella, mientras que un pequeño número se ve desposeído de un ansia de poesía que es radicalmente distinta de todo goce anterior. Ignoro si las niñas difieren en gusto de los niños, pero en el caso de éstos su respuesta me parece uniforme: Horatius, The Burial of Sir John Moore, Bannockburn, Revenge, de Tennyson, algunas baladas fronterizas… Una afición por la poesía sanguinaria y marcial no debe ser más contrariada que la temprana intimidad con soldados de plomo y tirachinas. La única satisfacción que la lectura de Shakespeare me proporcionó fue la de cumplir con un deber; de ser un niño más independiente no lo hubiese leído.

Creo recordar —aun teniendo en cuenta cuanto suele engañarnos la memoria— que mi temprana afición por el tipo de poesía que a los niños gusta se desvaneció a los doce años dejándome durante los dos siguientes ajeno a la poesía por completo. Claramente recuerdo cómo, a los catorce, se me ocurrió abrir un ejemplar del “Omar” de Fitzgerald que por casualidad se halló a mano, y la casi abrumadora introducción en un nuevo mundo de emociones que esa lectura significó. Algo como una súbita metamorfosis: el mundo se me aparecía reciente, pintado de brillantes colores, deliciosos y punzantes. A partir de ese momento seguí la trayectoria usual en el adolescente: Byron, Shelley, Keats, Rosetti, Swinburne…

Creo que este período persiste hasta los veintidós años; se trata de una etapa de rápida asimilación, cuyo principio acaso no reconozcamos desde el final: tanto puede haber variado el gusto. Lo mismo que en el caso del período infantil, muchos no pasan de aquí, y el gusto por la poesía que guardan en la edad madura no es más que un recuerdo sentimental de los placeres juveniles y está probablemente entrelazado con sus restantes emociones sentimentales retrospectivas. No cabe duda que es éste un período de agudo disfrute, más no hay que confundir la intensidad de la experiencia poética en el adolescente con la intensa experiencia de la poesía. En esta etapa, el poema, o la poesía de un determinado poeta, invade la consciencia juvenil hasta posesionarse completamente de ella. En realidad no la contemplamos como algo que existe fuera de nosotros, lo mismo que en nuestras experiencia amorosos juveniles no vemos tanto la persona como inferimos la existencia de algún objeto exterior que pone en movimiento las nuevas y deliciosas emociones en que estamos absortos. El resultado es un brote de actividad poética que podemos designar como imitación, siempre que tengamos bien presente el sentido verdadero del término que empleamos: no se trata de la deliberada elección de un poeta al cual mimetizar, sino de una especie de posesión demoníaca por otro poeta.

El tercer estadio, la madurez, llega cuando dejamos de identificarnos con el poeta que leemos; cuando nuestras facultades críticas permanecen despiertas y sabemos lo que podemos y lo que no podemos esperar de él. El poema posee una existencia propia, ahí fuera: estaba antes que nosotros y estará cuando nosotros ya no estemos. Sólo en este momento se encuentra el lector preparado para distinguir entre los distintos matices de grandeza en poesía; antes únicamente puede esperarse de él capacidad para distinguir lo genuino de lo falso, pues ésta siempre debe adquirirse primero. Los poetas que frecuentamos en la adolescencia no están colocados en un orden objetivo de excelencia, son los accidentes que les pusieron en relación con nosotros quienes deciden; y está bien que sea así. Dudo de la posibilidad de hacer comprender a los colegiales, e incluso a estudiantes universitarios, las diferencias de grado entre poetas, y no sé si es discreto el intentarlo. El conocimiento de por qué Shakespeare, Dante o Sófocles ocupan el lugar que ocupan sólo muy lentamente se alcanza en el transcurso de la vida. El deliberado intento de hacerse con una poesía que no nos es afín, y que en algunos casos no lo será jamás, es algo que requiere extrema madurez: una actividad cuya recompensa bien merece el esfuerzo, pero que no puede recomendarse a la gente joven sin grave peligro de amortecer su sensibilidad y de hacerle confundir el auténtico desarrollo del gusto con su ficticia adquisición.

Claro está que el “desarrollo del gusto” es una abstracción. Proponerse como meta la capacidad de disfrutar de toda buena poesía en el orden objetivo de méritos más adecuado es perseguir un fantasma, persecución que dejaremos a aquellos cuya ambición es la “cultura” y para quienes el arte es un artículo de lujo y su apreciación una proeza. El desarrollo del gusto genuino, fundado en sentimientos genuinos, está inextricablemente ligado al desarrollo de la personalidad y el carácter. Un gusto genuino es siempre un gusto imperfecto; pero, de hecho, todos somos imperfectos; el hombre cuyo gusto en poesía no ostenta el sello de su particular personalidad —esto es, que hay afinidades y diferencias entre lo que le gusta a él y lo que nos gusta a nosotros, así como diferencias en nuestro gusto por las mismas cosas— será un interlocutor muy poco interesante para una conversación sobre poesía. Incluso me parece que tener mejor gusto en poesía del que corresponde a nuestro estado de desarrollo significa no gustar nada en absoluto. Nuestros gustos poéticos no pueden ser aislados de nuestros demás intereses y pasiones: los condicionan y vienen condicionados por ellos; son limitados lo mismo que nuestro yo es limitado.

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