CUENTO “GOTAS”

Por: Dino Jurado

En la penumbra sucia de aquel lugar su voz clara, casi alegre, pidió el alcohol más fuerte, el más puro: como para cargadores, dijo y rio, y todos rieron. Quienes con él habían hecho cola eran efectivamente cargadores, de los que llevaban sobre sus hombros sacos de papas y cajas de frutas de los camiones a los puestos del mercado.  El reloj que colgaba en la pared marcaba las siete y él calculó que, sin apurar el paso, podía llegar en media hora a la tienda que había frente a su pensión antes que cerrara.

¿El azul cielo es un color? Ignoraba si existía otro nombre más técnico pero en aquel momento, al salir del antro, descubrió que el cielo parecía estar teñido por un brochazo de color violeta y por otro de gris perla. Era un color fosforescente. Como si Dios hubiera decidido prender fuego al cielo esa misma noche. Siguió caminando. Ya comenzaba a sentir los primeros estragos. La pureza de aquel líquido maravilloso llegaba a los noventa grados: era una lenta incineración del hígado, una calurosa devastación para el estómago. Pero levantaba el ánimo de tal manera que empezaba a sonreír y hacer, casi, planes para el futuro.

Caminó dos cuadras y se detuvo en una esquina a vaciarse un poco más la botella garganta abajo. Alrededor había gente pero no mucha, y en las pistas carros pero sólo unos cuantos. Todo era tan esquivo en aquel trayecto que le daban ganas de gritar: sus pasos sinuosos y tal vez agresivos, la mirada sorprendida de los vecinos del barrio, las bocinas cantarinas de los automóviles queriéndolo atropellar. Cuando dejó de preocuparse por el tema estaba delante de la tienda un minuto antes que cerrara, delante del mostrador de madera negra, delante de la cara grande de la viejecita que le daba el vuelto por la cuchilla de afeitar recién comprada. Se la metió en el bolsillo de la camisa, le besó la mano como a una reina y salió.

Su madre siempre le decía: mira a todos lados antes de cruzar la calle. Pero no había carros en esa calle a esa hora. Y no hables con extraños, pero no había extraños ni extrañas últimamente en su vida. Y sobre todo esconde bien el dinero, pero las pocas monedas que le quedaban no las quiso esconder sino tirar una a una sobre el asfalto mientras cruzaba a la otra acera. Apoyó el hombro en la puerta y con la curvada llave atinó a la cerradura. Estaba oscuro adentro, así que palpó el aire del callejón hasta llegar a la primera puerta de la izquierda. Bien, era un estudiante. Y tenía una habitación de estudiante, claro. Clarinete. Miró su cama, su mesa, su silla. Miró su estante con libros. Les sonrió a todos. Mientras acomodaba su cuerpo en el centro de la cama pensó en máquinas gigantescas y sofisticadas fabricando en la lejana China millones de hojas de afeitar. Tanta delicadeza para nada. Tanto esfuerzo en el mundo para nada. Cuando apoyó el filo de la hoja en su antebrazo izquierdo el reloj despertador dio ocho pitidos digitales. A esa hora su madre ya había muerto, hacía exactamente una semana, y él se buscó la vena para estar a la par.

El primero que entró en la habitación al día siguiente vio todo en orden. No se miraba sangre por ningún lado, pues se había coagulado debajo del cuerpo como un segundo colchón. Sólo un hilo trémulo se había acercado hasta el borde y una gota había caído al suelo sin pretensión alguna. Una sola gota. Una.

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