Ilustres e inéditos
Por Fátima Carrasco
Un caso de ilustres e inéditos por partida doble es el de Herman Melville y Nathaliel Hawthorne, compadres espirituales y socios fallidos en la empresa de escribir una novela que acabaría siendo inexistente.
Ambos pretendían novelar la vida de Agatha Robertson. En un despliegue de originalidad, la titularon “Agatha”. La historia de Agatha se la contó a Melville un veterano abogado en Nantucket, donde ambos se conocieron, en julio de 1852. Las penalidades de Agatha Robertson (“pero debe darle otro nombre”, sugería Melville a su insigne asociado literario) comenzaron tras casarse con un náufrago al que había salvado la vida en Massachussets. Su esposo inició un viaje marítimo del que regresó 17 años después, sin mandar cartas, encomiendas, giros bancarios ni saludos, sin dar explicaciones de su digamos deserción hogareña. Agatha, que trabajaba como enfermera para sufragar la educación de su hija Rebecca, accedió a que el pater familiaes las visitase. Su ¿consorte? les propuso trasladarse a Missouri. Tras otra desaparición y una reaparición con giro bancario incluido, confesó que había vuelto a casarse con una viuda con una hija. Agatha, “para no hacer infeliz a nadie” nunca denunció su bigamia.
El autor de “Moby Dick” declinó desarrollar su propia Agatha —hija de un farero reacio a dejarla casarse con un marinero: “pensándolo dos veces, se me ha ocurrido que esta trama se basa en una línea narrativa con la que usted está particularmente familiarizado. Para decirlo sin rodeos, creo que en éste materia usted tendría mejor mano que yo… Y si pensase que puedo hacerlo tan bien como usted, tenga por seguro que no le cedería esa materia”.
Hawthorne empezó a escribir “Agatha”, pero desistió al poco tiempo. En octubre de 1852, Melville le sugirió posibles líneas argumentales (empatía hacia el bígamo, justificándolo por la proverbial laxitud de los marineros respecto a sus obligaciones familiares, etc.) y un mes después Hawthorne le cedió el privilegio: le animó a escribirla en solitario.
Melville anunció: “Empezaré en cuanto llegue a casa; y en lo que a mí respecta, me esforzaré por hacer justicia a una historia tan interesante”. Fue la última alusión a “Agatha”. La amistad entre ambos autores declinó en 1856. Un año después, Melville publicó “The Confidence Man”, un agudo ensayo sobre las falsas apariencias. Fue su despedida del oficio literario: “Acabo de optar por ser aniquilado”, escribió. Murió treinta años después. Entre sus documentos apareció el manuscrito inacabado de “Billy Budd, marinero”. De” Agatha”, nada se halló.
W.S. Burroughs, autor del delirante y por otro lado indescriptible “El Almuerzo Desnudo” (“una novela sin límites que volverá loco a todo el mundo”, en palabras de su colega Allen Ginsberg) recicló material diverso para conformar esta obra, que definía como “un instante congelado en que todo el mundo ve lo que hay en la punta de cada tenedor” (¿?). En efecto, “El Almuerzo Desnudo” está formado por apuntes de “Marica”, “Cartas de Ayahuasca” (enviadas desde México) y “Yonqui”, desechados por el propio autor. Aseguran los expertos en la obra burroughsiana que teniendo en cuenta que el autor era un neo trashumante en toda regla, sin hábitos fijos de escritura, resulta milagrosa la existencia de algo así como un manuscrito. Según Girodias, el texto había sido parcialmente roído por las ratas y definía a su autor, a quien vio en París, como “un fantasma humano de color gris, con una gabardina fantasmagórica y un fantasmal sombrero descolorido, estampa que en conjunto se asemejaba a su mohoso manuscrito”. “La cualidad fragmentaria es inherente a mi obra”, confesó Burroughs a Ginsberg. Brion Gysin, colaborador del autor, aseguraba que en la mudanza desde Londres organizó 20 archivadores, 17 de los cuales tenían el mismo rótulo: “Miscelánea”. Paul Bowles describía a Burroughs, a quien vio en Tánger, como un maníaco, escribiendo a máquina o a mano-cuando vendió el artefacto para comprar drogas- lanzando las páginas escritas al suelo, donde se acumulaban junto a toda clase de detritus, volando, además, algunas de ellas, por la ventana. Se cree que el texto original tenía unas mil páginas. Según Gysin, los niños argelinos acabaron vendiendo a dólar la página por las calles, tras rebuscar en los restos de una de las innumerables y apresuradas mudanzas del autor.
Burroughs y Gysin desarrollaron la técnica del corta-pega, que consistía en doblar, romper y pegar las resmas en distintas disposiciones para crear nuevas palabras. Burroughs creía en el lado oculto, esotérico de los vocablos, buscando su verdadero significado. Los recortes sobrevivientes, transformados y reciclados, acabaron formando “Él ticket que Explotó” y “La Página Blanda”. Puede decirse que era incondicional de los libros inexistentes, motu propio.