TRANSFORMAR EL SUFRIMIENTO

Por: Javier del Rio Alva

En su mensaje para la 33ª Jornada Mundial del Enfermo, que se celebra este 11 de febrero, el papa Francisco presenta algunas interrogantes: «¿Cómo permanecer fuertes cuando sufrimos en carne propia enfermedades graves, invalidantes, que quizás requieren tratamientos cuyos costos van más allá de nuestras posibilidades? ¿Cómo hacerlo cuando, además de nuestro sufrimiento, vemos sufrir a quienes nos quieren y que, aun estando a nuestro lado, se sienten impotentes por no poder ayudarnos?». Son preguntas que reflejan la situación de millones de personas por todo el mundo y que seguramente a todos nos ha tocado o tocará atravesar en algún momento. Como escribió san Juan Pablo II, el sufrimiento «es siempre una prueba -a veces una prueba bastante dura- a la que es sometida la humanidad» (Salvifici doloris, 23); y una de las causas del sufrimiento, no sólo físico sino también moral, es la enfermedad. Nos podemos preguntar, entonces: ¿Tiene sentido la enfermedad? ¿Hay una respuesta al sufrimiento que forma parte de la vida del hombre?

El concilio Vaticano II enseña que «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado», es decir en Cristo, que «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (Gaudium et spes, 22). De ahí la importancia de que, ante la enfermedad, dirijamos la mirada a Jesucristo para comprobar lo que dice el papa Francisco en su mensaje: «si por una parte experimentamos toda nuestra fragilidad como criaturas -física, psicológica y espiritual-, por otra parte sentimos la cercanía y la compasión de Dios, que en Jesús ha compartido nuestros sufrimientos» (n. 1). Así, «la enfermedad se convierte en ocasión de un encuentro que nos transforma», porque incluso con el sufrimiento que ella conlleva, podemos constatar que «el Resucitado también camina con nosotros…podemos compartir con Él nuestro desconcierto, nuestras preocupaciones y desilusiones…vislumbrando en ese estar con nosotros, aun en los límites del presente, ese “más allá” que al acercarse nos devuelve valentía y confianza» (n.2).

De esa manera, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, los hombres «pueden entrar libremente en el plan divino no sólo por sus acciones y sus oraciones, sino también por sus sufrimientos. Entonces llegan a ser plenamente colaboradores de Dios y de su Reino» (n. 307). En otras palabras, unida a Cristo, la vida del enfermo y de quienes lo rodean no solamente no es estéril sino que es fecunda, como también lo explica Francisco en su mensaje: «¡Cuántas veces, junto al lecho de un enfermo, se aprende a esperar! ¡Cuántas veces, estando cerca de quien sufre, se aprende a creer! ¡Cuántas veces, inclinándose ante el necesitado, se descubre el amor!… Son todas luces que atesorar, pues aun en la oscuridad de la prueba, no sólo dan fuerza sino que enseñan el sabor verdadero de la vida» (n. 3). Así, descubrir el valor salvífico del sufrimiento unido al de Cristo en la cruz, hace que se supere esa sensación de inutilidad de la enfermedad y la transforma en fuente de alegría. Por ello, jamás se debe reducir al enfermo a sólo su enfermedad y sufrimiento. Todo enfermo es mucho más que eso: es un hijo de Dios llamado a la plenitud de vida en Él.

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