Racismo en la literatura peruana

Por Félix Martínez
“¿Por qué no vendemos este país tan inmenso y horroroso y nos compramos un país chiquitito al lado de París?”
Alfredo Bryce Echenique, «No me esperen en abril».
Los escritores peruanos transmiten una visión crítica de la situación de su realidad nacional, comparable en ocasiones a la de los ilustrados o la de la generación del 98 en España. Así era a finales del siglo XIX, con el indigenismo de Clorinda Matto y su Aves sin nido; así fue a principios de los años treinta, con César Vallejo y El Tungsteno; así sería en los años cincuenta, cuando José María Arguedas publicó Los ríos profundos. Lo mismo sucedió, con escritores tan mediáticos como Jaime Bayly. En todos estos casos, la novela se convierte en un termómetro de la realidad social, susceptible de ser utilizada como fuente por el historiador a condición, claro está, de ser consciente de que el creador siempre añade a la realidad algo de su propia cosecha. A través de las ficciones, el lector puede palpar la realidad de las mayorías invisibles, las que llevan una existencia demasiado prosaica como para aparecer en las revistas de papel couché. De esta manera, nuestra comprensión del pasado se vuelve más real, al encontrar una ventana hacia aquellos que permanecen ajenos a la cultura letrada. Una ventana hacia “la palabra del mudo”, por decirlo con la famosa expresión de Julio Ramón Ribeyro. No en vano, el gran cuentista pretendía expresar el sentir de “los marginados, los olvidados, los condenados a una existencia sin sintonía y sin voz”. Así, sus páginas son el espejo de las frustraciones los perdedores de Lima.
Por disímiles que sean los autores en cuanto a su orientación estética, a todos les une la visión más o menos sombría de la realidad nacional. Veamos, para empezar, al Vargas Llosa de Conversación en La Catedral: “¿No era una olla de grillos este país, niño, no era un rompecabezas macanudo el Perú?”. En la narrativa del premio Nobel, esta idea, expresión de una relación de amor-odio con su país, se muestra recurrente. Años después, en Travesuras de la niña mala, encontramos la contraposición entre la confusión inherente a la república latinoamericana y la “claridad cartesiana” de París”. El autor expresa así una antinomia propia de la modernidad: a un lado, las luces, la civilización, el progreso, representados por la ilustrada Francia. A otro, el caos, la barbarie, representada en este caso por una incomprensible nación del tercer mundo. Un árbol que nació ya torcido, desde los tiempos de la independencia, cuando militares y charlatanes acapararon el poder.
Perú, desafío monstruosamente complicado, tanto que resulta ininteligible. “Creo que no entiendo ni siquiera qué está pasando en esta ciudad ni en este país”, confiesa el atribulado Félix Chacaltana, protagonista de Abril Rojo, de Santiago Roncagliolo.
Perú, esa televisión en blanco y negro que no se puede ni comparar a la de Europa, en color, como dice Jaime Bayly en metáfora memorable. En el inicio de No se lo digas a nadie, una de sus mejores novelas, el comentario inocente del protagonista, aún niño, sirve para enfrentar con eficacia el universo de la pobreza y el subdesarrollo sin esperanzas, con el paraíso foráneo: “Mi papá me ha comentado que en Miami no hay ladrones ni chiquitos que piden plata en las calles”. La ciudad norteamericana queda así claramente idealizada, algo inevitable cuando se parte de una circunstancia donde lo más básico no puede darse por supuesto.
Las novelas de Bayly, por cierto, no pretenden hacer realismo social, ni mucho menos literatura de denuncia. El autor en ningún momento oculta lo que es, un chico bien, sin problemas de dinero, que mira a las clases bajas con la curiosidad del entomólogo. Aun así, consigue reflejar un estado de cosas intolerable. Como en La noche es virgen, donde el protagonista, Gabriel Barrios, se amarga la vida pensando que Lima es una porquería. Por eso sueña con marcharse pronto y se evade a golpe de marihuana y cocaína, aunque en el fondo “la Horrible” es su ciudad y la ama tal cual. Mientras tanto, las expresiones dedicadas al Perú traslucen desesperación y rabia: “paisucho perdido en la cola del tercer mundo”, “alucinante país de la improvisación y la criollada”.
Por su parte, Ribeyro nos transmite una sensación de sinsentido. En Los otros, un cuento dedicado a evocar a los viejos amigos de la escuela o del barrio que se fueron prematuramente, tenemos Martha, una niña polaca de trece años. Con su familia judía, ha llegado al Perú huyendo de la barbarie nazi… solo para morir absurdamente ahogada “en las miserables aguas de un río miserable de un país miserable”. Se mire como se mire, la frase no puede ser más dura ni más desoladora. La repetición de la misma palabra, en la que se engloba toda la realidad del Perú, refuerza el sentimiento de absoluta impotencia y humillación.