La toma de Lima

Por Carlos Meneses

El pueblo ha protestado y el Gobierno debe escuchar las voces de condena a una política equivocada que ha conmocionado al Congreso, al Ejecutivo y a las fuerzas del orden.

Aunque no lo quiera admitir la presidenta Dina Boluarte, y con ella también el gabinete de Gustavo Adrianzén, lo ocurrido en Lima ha sido realmente una pérdida de control absoluto de la capital, pues todo el sistema de transporte público de pasajeros quedó en nada.

Hay que reconocer que unidades móviles de la Policía Nacional de Perú y el sistema público pudieron, de alguna manera, contrarrestar los efectos de la paralización de transportistas y que determinó que el Ministerio de Trabajo permitiera el ingreso de empleados a sus centros de labor hasta dos horas después del horario normal.

Se ha hecho a medias una crítica sobre la ausencia que, en esta oportunidad, dejaron advertir las unidades de transporte militar para reforzar la tarea de la Policía y también la ausencia de los efectivos del Ejército, Marina y Aviación en zonas críticas.

Lo único que puede elogiarse de esta pérdida de control de la capital es la pasividad de los manifestantes civiles que se reunieron cerca del Congreso y evitaron conflicto con las fuerzas del orden.

Es verdad que hubo algunos disparos de perdigones de goma, pero tampoco se dijo nada de la manifestación que, por ejemplo, hubo en Arequipa, que fue igualmente numerosa y sustentada básicamente por el gremio de construcción civil.

No se pueden ocultar verdades y se hace mal en negarlas porque sí las hubo y Lima demostró que está en condición de ciudad rebelde y ausente de control.

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