Cuando una palabra tiene el poder de hacer milagros

Por: Juan Manuel Zevallos Rodríguez. Psiquiatra
Nuestro mundo, aquel hermoso espectáculo que día a día se renueve en color y esperanza, desfallece, claudica y empieza a desaparecer. La mano del hombre, su pensamiento enmarcado en lastres, culpas y desolación, y sus emociones encontradas, viles, aletargadas, tristes y amargadas, destruyen el paisaje que contemplamos y generan a la vez un acto de autodestrucción.
Tenemos todo aquello que podríamos necesitar para ser felices y somos los seres vivos con mayor nivel de frustración, pena y minusvalía emocional.
Como seres superiores tenemos la capacidad de crear y en base a dicho don hemos desarrollo tecnología, ciencia y arte a una escala no vista antes por la historia de la humanidad. Hoy en día el esfuerzo físico ha sido relegado por la capacidad intelectual de creación y de administración de recursos. Somos capaces de crear maravillosas tecnológicas y a la vez nos hundimos en la mayor crisis existencial de los tiempos.
Vivimos confundidos y nos auto agredimos día a día. Con una mano nos deseamos lo mejor y con la otra apuñalamos la esperanza. Vivimos a diario el dilema del creer y del no crear, del amar o del odiar, de aceptar el afecto ajeno o de rechazar las supuestas dadivas que nos ofrecen.
Hoy en día llevamos una existencia llena de desconsuelo, impaciencia y desorden mental. Vivimos llenos de miedos, nos enclaustramos en nuestros centros de labor o en nuestros hogares, abdicamos de la comunicación social y nos encerramos en el mundo virtual del chat, aletargamos nuestra capacidad de relacionarnos y vivimos vidas sumisas relegando nuestras metas y sueños.
De pronto hemos construido un mundo en donde todo intimida, en donde la seguridad ha pasado a ser una quimera y en donde la luz de nuestros día a día se apaga cargada de deudas, compromisos no cumplidos y necesidades emocionales no satisfechas.
Un hombre, hace dos mil años atrás, clavado en una cruz, sangrando, con un aliento de vida tan escaso y víctima de uno de los peores castigos físicos que un ser humano podría soportar, contempló con una riqueza emocional y racional a aquellos pocos que tuvieron el valor de acompañarlo y pronunció una de las frases con mayor riqueza intelectual que la historia pudiera registrar: “Padre, perdónalos por qué no saben lo que hacen” (Lucas 23,34).
Sí, el humilde carpintero de Galilea, aquel ser humano que llegó a este mundo abrigado apenas por una vetusta ropa y que recibió la visita de humildes pastores en aquel pobre pesebre que le daba la comodidad mínima para existir, nos dio el mensaje más profundo de todos: el amor por nuestras capacidades desarrolladas, la comprensión por nuestros dilemas existenciales y una razón valedera para poder creer en otros.
Los seres humanos vivimos gran parte de nuestra vida confundidos, creyendo que hacemos el bien cuando en verdad vamos constantemente envenenando el agua que nos provee la oportunidad para vivir.
Decimos que vivimos a plenitud y nos quejamos constantemente de aquello que nos falta. Rechazamos la solidaridad humana y deseamos el mal a aquellos que nos rodean. Creamos monstruos mentales sociales basados en nuestra creencia falsa de lo que en verdad es la sociedad y luego nos disgustamos si la sociedad se olvida de nosotros en su desenvolvimiento natural.
Vivimos inconformes y confundimos. Formamos a nuestros hijos en base a miedos y temores y luego les reclamamos que sean seguros y que aprendan a aceptar el mundo donde les ha tocado vivir. Decimos a viva voz que la base del desarrollo humano es la entrega mutua y los actos de solidaridad y compromiso con los más necesitados, mientras que nuestro ego a través de nuestras manos va redactando una proclama de cómo el egoísmo y la vanidad puede hacernos “supuestamente” felices.
El Cristo crucificado nos habla desde aquellos años de nuestra incapacidad para poder corregir nuestros errores y aun no lo escuchamos. Cada día lo volvemos a crucificar ignorando sus palabras y aquel mensaje de paz que nos dejó con la única finalidad de “volver a creer” en nuestra vida.
Vivimos confundidos, haciéndonos daño, sintiendo malestar, estrés, angustia y desazón por la elección que hemos tomado respecto al camino de vida que recorremos y aun así perseveramos recorriendo el sendero de la autodestrucción.
No entendemos razones válidas para optar por una vida distinta y a la vez nos proclamamos conocedores y seguidores de aquel que nos enseñó el camino de la luz.
Hay una oportunidad maravillosa para desterrar de nuestra existencia el caos, la inconformidad y la desolación que inunda nuestras vidas. Tenemos hoy la oportunidad mágica para volver a nuestro pasado y para valorar en su real magnitud aquel gozo que teníamos de niños y que pensamos que un día lo perdimos al madurar.
Alguna vez mi abuelo me dijo: “Si sigues a alguien, que sea el mejor”.
Yo hoy vengo y te digo: Para mí el mejor ser humano que ha habitado este planeta se llama Jesús, Cristo. Hoy te invito a seguir sus pasos, a comprender sus palabras, a entender su vida y a allanar los obstáculos futuros que te toquen enfrentar. Él nos dio las mejores enseñanzas de cómo enfrentar la adversidad, el sufrimiento y el apetito voraz de nuestro ego. Si quieres volver a encontrar aquella felicidad que tenías de niño, te invito a que recorras conmigo este camino de descubrimiento de aquel maestro de maestros.