Más allá del disgusto está la calma

Por: Dr. Juan Manuel Zevallos.

“Y vinieron a él y le despertaron diciendo: ¡Maestro, Maestro, que perecemos! Despertando él, reprendió al viento y a las olas; y cesaron, y se hizo bonanza”. (Lucas 8, 24)

Cristo tenía aquella paz que curaba. Sus palabras eran bálsamos frescos para los afligidos y cada una de sus obras era un regalo de amor por todos aquellos que tuvieran fe.

Su inteligencia, pocas veces estudiada por las ciencias de la mente era un modelo completo de resiliencia y compromiso personal.

Cada vez que afrontaba un momento difícil hacia silencio, cada vez que lo ponían a prueba los fariseos con una pregunta complicada y supuestamente sin una posible respuesta que lo identificase con su amor con la humanidad hacia silencio.

Este hombre maravilloso, que aprendió el arte de la vida en una carpintería y que compartió la mesa con los más pobres y marginados de su tiempo, tuvo la lucidez necesaria para “hacer silencio”.

Sabía plenamente que nuestra mente es un complicado sistema de procesamiento de información en donde las emociones negativas brotan espontáneamente ante la intimidación y la frustración.

A lo largo de la evolución, el ser humano aprendió a desarrollar instintivamente una respuesta de miedo y fuga ante las circunstancias adversas de su entorno. Dicha respuesta le permitió sobrevivir ante la agresión de los grandes carnívoros que habitaron su tiempo hace más de diez mil años y a la vez le permitió evadir las inclemencias climáticas que marcaron el rostro de nuestro planeta. El miedo fue a lo largo de muchos milenios una forma eficaz para mantener el bien vida humana a salvo, pero a la vez, en tiempos de paz y abundancia, es el peor recurso que podemos emplear para solucionar nuestros conflictos intra e interpersonales.

Cuando nos sentimos “entre la espada y la pared”, cuando la gente ejerce su violencia e intimidación contra nosotros o cuando nos sentimos imposibilitados de dar una respuesta satisfactoria a las adversidades del destino, nuestra mente activa automáticamente la respuesta de escape que se proyecta como conducta violenta, intimidación, frustración, llanto y aflicción, asociada a la colocación de un manto oscuro sobre la razón que de pronto deja de funcionar.

Al reaccionar del modo antes señalado, los seres humanos generamos un mayor conflicto intrapersonal y a la vez optamos por tomar las opciones menos favorables a nuestro desarrollo social.

Actuar de modo impulsivo y basado en el miedo, genera desazón y confusión. Dejamos de ser nosotros para convertirnos en seres vivos ausentes de razones, conciencia y verdad.

Jesucristo, el maestro de la paciencia y de la salud mental, sabía bien que la historia había marcado nuestra mente con dicho estigma que nos alejaba más de nuestro ser interno de bienestar y que a la vez nos acercaba al ser humano impaciente y tolerante gobernado por el miedo, el prejuicio y la sinrazón.

Mediante cada acto de su existencia, nos enseñó con la paciencia que solo podía tener aquel que nos amó a plenitud, que para obtener una conducta benefactora y que, para obrar en base al amor, era necesario acallar aquella mente impetuosa que vive amparado en la sensación de miedo y fuga. Nos enseñó a hacer silencio, a dejar pasar por nuestra mente aquellas primeras reacciones de aflicción, disgusto, pena, frustración, desesperación, indignación e insatisfacción, para luego permitir el brillo y la acción de la razón pura y benévola que habita en lo más profundo de nuestro jardín mental.

Una y otra vez el análisis de su brillante inteligencia nos lleva a develar el secreto de la magia del silencio. Cuando se le preguntó “maestro, es lícito pagar tributos”, Él hizo silencio, comprendió la malicia de las palabras de sus agresores, sopeso en un par de minutos las posibles respuestas a emitir, si decía que era lícito, entonces la gente estaría en contra suya ya que era claro que dicha afirmación avalaba la imposición romana y, si decía que no, entonces podía ser acusado por sedición. Estaba ante una situación complicada e hizo silencio, dejó fluir la confusión mental y los sentimientos de desazón. Clarificó su razón y los pensamientos constructivos empezaron a elaborar una de las respuestas más brillantes que pronunció, no sin antes acabar por desarmar emocional e intelectualmente a aquellos que lo tentaban con sus intrigas. Para acallar sus mentes y para que entendieran mejor lo que diría, pidió una moneda y luego, con la seguridad que la meditación, la relajación y el control personal desarrollados a plenitud exclamó: “De quién es esta imagen, del César, respondieron, entonces dar al César lo que es del César y dar a Dios lo que es Dios”.

Solo había una única respuesta para salir del conflicto establecido y el silencio de su mente produjo esa mágica respuesta. No se angustió, paralizó sus procesos mentales de miedo respirando, lenta y pausadamente respiró. Alimentó su mente de sosiego y expandió al máximo sus capacidades de raciocinio y halló paz.

¿Cuántos de nosotros podemos emitir soluciones tan creativas ante momentos de zozobra e intimidación?

¿Acaso no es cierto que ante situaciones intimidantes actuamos preferentemente con la emoción y no con la razón?

Los primeros treinta segundos de cualquier respuesta son fundamentales en la génesis de los conflictos, son aquellos momentos en que al reaccionar en base al miedo hacemos daño. Dañamos a las personas que amamos pronunciando frases ofensivas, acabamos amistades de años al catalogar despectivamente a nuestras amistades y desperdiciamos oportunidades laborales al menospreciar la labor que realizamos o al maltratar a nuestros superiores.

El arte de hacer silencio es un don que se obtiene en base a un trabajo constante.

La paciencia, si bien es cierto es una capacidad humana que se desarrolla en los primeros años de vida en base a la actitud expectante y constructiva de los padres, es hoy en día una virtud escasa. La gente del siglo XXI desea las cosas ya, se disgustan por tener que hacer colas, les indigna tener que esperar el cambio del semáforo en los cruces peatonales, se afligen y agraden cada vez que alguien les obstruye el paso.

La paciencia, para muchos de nosotros, es un concepto histórico, una reliquia que no es de mucha utilidad en un mundo donde el síndrome del pensamiento acelerado y la consecución pronta de metas gobierna las reacciones primarias humanas.

No tenemos paciencia y por ende somos seres en donde el árbol de la paz no podrá desarrollarse.

Hoy en día nuestra mente viaja rápidamente. El modo en que nuestra mente actúa se asemeja al de un vehículo de carreras que solo tiene acelerador y que carece de frenos.

Corremos una y otra vez, buscamos angustiosamente obtener lo más pronto posible nuestras metas y de tanto correr sin parar, no nos damos cuenta de ciertos obstáculos del camino y luego caemos, nos golpeamos fuertemente o simplemente desfallecemos.

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