“CUANDO EL CIELO NO ES LA ÚNICA BRÚJULA”
Por Lic. Ricardo Lucano

Hay preguntas que no se responden con un “sí” o un “no”, sino con una pausa y seriedad pensativa. Esta es una de ellas: ¿necesitamos el cielo para ser buenas personas? Quizá, al leer a Isaac Asinov escritor estadounidense de origen ruso, descubras que la respuesta importa menos y que la forma en que decides vivir tu vida sí importa.

Isaac Asimov creía que el bien debía valer por sí mismo, sin necesidad de un premio celestial o un castigo eterno. Lo suyo no era atacar la fe, sino defender la idea de que se puede vivir con principios sólidos incluso sin un contrato con el más allá.

Desde Platón hasta santo Tomás, la idea dominante fue que el bien tenía raíces divinas. Según esta visión, sin un fundamento trascendente, la moral se derrumbaría como castillo de naipes. Pero con la modernidad llegó la ética como creación humana, una construcción compartida que no necesita apoyarse en lo sobrenatural para sostenerse. Asimov encarnaba esa mirada: creía que la compasión, la honestidad y la responsabilidad podían cultivarse desde la razón y la empatía.

Eso sí, nunca negó que para millones de personas la fe y la esperanza en el cielo fueran un motor profundo y legítimo para actuar bien. No buscaba reemplazar un camino por otro, sino mostrar que existen rutas distintas para llegar al mismo destino moral.

Asimov dejaba flotando una pregunta incómoda: ¿Es más valioso hacer el bien porque es correcto o porque esperamos algo a cambio?

Para quien vive su fe, el amor a Dios y la aspiración al cielo no son simples recompensas, sino el corazón de su vida moral. Para el humanista laico, la ética no necesita cielo: se basa en un acuerdo entre personas que quieren un mundo más justo. Lo curioso es que, al final, ambas posturas pueden coincidir: ambas rechazan la injusticia, la mentira y la crueldad. La diferencia está en el origen del compromiso, no en el resultado.

Hoy vivimos en sociedades cada vez más diversas y el verdadero reto no es decidir cuál visión es “la correcta”, sino aprender a convivir entre convicciones distintas. La fe religiosa y el humanismo laico no tienen por qué ser rivales: ambos, buscan que seamos mejores personas.

Podemos discrepar con Asimov, pero su invitación a detenernos y pensar por qué hacemos lo que hacemos sigue siendo un ejercicio que vale la pena. Al final, tal vez la verdadera pregunta sea otra: ¿estamos dispuestos a aceptar que, por caminos distintos, podemos llegar al mismo lugar? Ese lugar donde, sin importar el punto de partida, elegimos el bien.

Ya sea movidos por la fe, por el amor, por la compasión o simplemente por la responsabilidad de ser humanos, lo que importa no es quién nos guía, sino la huella que dejamos en el mundo con nuestros actos.

La fe, la razón, la compasión o el puro amor por la vida pueden llevarnos por caminos distintos, pero todos terminan encontrándose en el mismo punto: el bien que dejamos en los demás. Así que no esperes a que otro te diga qué brújula usar. Elige la tuya, ajústala a lo que sabes que es justo… y da el paso. El mundo siempre agradece a quienes, sin importar el mapa, se atreven a caminar primero.

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