Falsos cuentos
Willard Díaz, Yero Chuquicaña y Jorge Malpartida.
Por Willard Díaz
Fui uno de los primeros sorprendidos por la noticia de que Yero Chuquicaña había ganado con “Taca Taca” el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil en 2017, mientras en otro salón estábamos discutiendo si darle el Premio Nacional de Literatura en Cuento a Pedro Llosa, Irma del Águila, Antonio Gálvez Ronceros o a Susanne Noltenius. Por supuesto como arequipeño y como profesor que fui de Yero me alegré de inmediato.
Tal como lo escribe en el prólogo de la edición conmemorativa de sus cuentos (“Falsos cuentos”, Aletheia, 2025), Yero fue uno de los sacrificados participantes del Taller de Narración que dicté hace ya diez años en la Universidad Nacional de San Agustín. Ni él ni yo pensamos que allí se decidió su futuro; el taller tiene tres niveles, el de la universidad podemos considerarlo inicial. Él mismo cuenta en el prólogo sobre su paso por el Taller: “Devoré sin protestar cada una de esas fotocopias anilladas para tomar, más adelante, mi propio camino de exploración en la escritura creativa”. Eso y poco más se propone estimular el Taller.
De modo que he sido uno de los más interesados en leer esta recolección de casi todos los cuentos escritos por Chuquicaña hasta la fecha.
En las primeras líneas del prólogo leo: “En el momento de la publicación de estas palabras, puedo anunciar que Falsos cuentos ha llegado a su final con la salida de Walkman, el último número de la colección que se completó progresivamente durante los últimos diez años”. Lo que entiendo es que aquí concluye la larga y bien aprovechada juventud de Yero Chuquicaña. Y que se prepara para ingresar en nuevos mundos narrativos, menos adolescente quizás, y más profesionales. Cosa que me alegra.
¿Qué caracteriza a su producción hasta la fecha? ¿Qué ha aportado el autor a la literatura surperuana de este siglo?
Como respuesta, a manera de ejercicio académico, quiero comparar muy brevemente tres cuentos de la colección que se presenta. El primero, de “Taca Taca”; uno intermedio, el que el autor considera su mejor obra, “Falso Romance”; y el tercero, del último libro, “Walkman”.
En “Taca Taca” un narrador testigo presenta a Lechuga, un muchacho que crece en Ilo en una familia pobre, como casi todas las que desfilan por los cuentos de Yero. Leo el primer párrafo para sustentar mis ideas:
“Fácil que Lechuga Medina nació en el hospital II y de ahí nomás lo metieron al nido del mercado. Fácil que hizo la primaria en el 974 y luego pasó al Becerra Ocampo. De ahí lo expulsaron por lengua sucia, por pelinco y por tirarse todas las peras. Le decían bacancito porque se quedaba en el portón haciendo bulla, despeinando chibolos y levantando faldas. Una vez dijo «chucha» en clase de cívica”.
Se advierte aquí el tono oral, marcado por el uso del verbo “fácil”, el giro “tirarse todas las peras”, los adjetivos “pelinco”, “bacancito” y “chibolos”: usos de la jerga de los años 90 en Ilo, probablemente. Este tono es constante y característico en todo el libro. Como hoy en día hay otra jerga entre los adolescentes, una de influjos mejicanos, la narración ha adquirido un aire nostálgico.
Pero el segundo rasgo y central, creo yo, notorio cuando uno termina de leer el cuento, es la falta de una historia. La dominante (al decir de Jakobson) en este primer texto y en muchos de la colección, es la descripción. Conocemos personajes por sus usos y costumbres, conocemos lugares, ambientes, resúmenes reiterativos de acciones y vidas que caracterizan en general a los “Falsos cuentos” (y les dan un aire de posmodernidad, por la fragmentación que resulta). La descripción en mi cita está marcada por el verbo “decían” como una acción constante y nada excepcional. La anécdota de la falta contra la profesora no es el hecho principal del cuento, sino uno más entre varios que sumados describen a un personaje mediocre, rendido, apabullado por un destino mayor que sus fuerzas; solo virtuoso para el “Taca Taca”; empleado de feria. El cuento acaba con esta significativa reiteración en tres líneas: “Taca-taca”. “Taca-taca”. “Taca-taca Medina”. Ya ni siquiera el travieso Lechuga, solo Taca Taca Medina.
El segundo cuento, “Falso romance”, empieza así:
“Cuando estés viejo y esto sea un recuerdo, vas a cagarte de risa. Lo recordarás como un juego de niños. Como huevadas lindas. Estamos como aceitunas en su punto, te voy diciendo. Podemos vagar por la calle hasta la madrugada, chupar la botella de pico, pitar como chimenea de fundición en la parada. Si te dan ganas, puedes dormir dentro de la fuente de la plaza. Estos son los años que recuerdas para siempre, primo”.
Otra vez hallamos el tono oral, coloquial, ahora como un monólogo del personaje narrador al oyente, el “primo”, quien solo tiene una línea, en cursiva. “Cagarte de risa”, “Huevadas”, “Chupar”, recrean otra vez el habla popular juvenil, marginal, pobre, de una población costera, según el idiolecto típico de los 90.
El narrador en este cuento es un personaje, hombre, mayor, que alecciona a un adolescente sobre los secretos de la maduración sexual. Los recuerdos, las “huevadas lindas” son valoradas como experiencia intensa, que se va a perder para siempre. Todo el cuento es una serie de anécdotas y de consejos, no hay una historia propiamente dicha. Lo curioso es que la máxima final resulta otra forma de la futura derrota:
“Solo no te enamores. Prométemelo. Después ya no te van a dar ganas de ir a ningún lado, primo. A ningún lado”.
El tercer cuento que comentaré es “Walkman”, justamente el del título del libro y el que cierra la colección. Empieza con una escena en un centro médico, una posta de barrio:
“El niño está sentado frente a la doctora. La mamá del niño, que tomó asiento a su lado, le dice doctora, aunque probablemente no lo sea. Tiene que decirle doctor o doctora a todo el mundo para que los atiendan. Llevan alrededor de cuatro horas en la posta de Miramar y hasta el momento nadie sabe qué es lo que tiene el niño.”
El narrador en este caso es omnisciente, exterior a la anécdota contada, y por ello capaz de introducirse en la subjetividad de los personajes, aunque solo lo hace de un modo medido.
El párrafo citado abre un enigma, ¿qué pasa con el niño? Lo que resta del cuento trata de resolver la pregunta. Se dan explicaciones más o menos profesionales, a veces arbitrarias, a veces de medicina popular. Esa sería toda la rudimentaria historia.
Como he dicho, lo interesante en estos cuentos no son las historias narradas, que son pocas, isotópicas y simples. Lo que destaca en la prosa de Yero Chuquicaña y la hace característica, a mi entender, es el uso fluido del lenguaje popular, la descripción de personajes típicos, la ambientación en el puerto, en las barriadas, en los colegios estatales. Un mundo cuyo exotismo interno le ha valido reconocimiento entre sus jóvenes lectores que, en buena medida, han celebrado y gustan de estos cuentos.
Finalizo agradeciendo a Yero por su invitación a la presentación, pero más por el anuncio de haber cerrado la larga época de su literatura juvenil y de no seguir, como otros narradores arequipeños que conocemos, dándole vueltas al mismo conjunto de tópicos. Espero desde ahora sus nuevos textos, su acelerada creatividad y sus luchas, que van a ser duras, contra el mercado editorial y sus técnicas de venta, contra el reconocimiento ganado y contra la complaciente comodidad. Su anuncio al final del prólogo permite la esperanza; esta publicación, nos dice, “es una carta de despedida para esa generación de niños y adolescentes que tuvieron la ¿fortuna? de crecer en Ilo durante los noventa, donde me incluyo”.
Las herramientas las tiene ganadas; en particular, un buen ritmo para la prosa, un juego flexible con la puntuación, buen ojo para los detalles, para la ambientación, y una clara visión de lo efectivo. Esperemos las novelas, las historias potentes y la madurez de la mirada del narrador que se nos anuncia.
(Texto leído en la presentación del libro)
