Un cuento feminista

Por Andrea Aróstigue Ladrón de Guevara

En «El día más feliz de la vida» (2016), cuento breve de la escritora arequipeña Fátima Carrasco, se dice más de lo que se cuenta. A través de una voz íntima que recuerda un episodio fuerte con palabras simples y sin dramatismos, el texto construye una experiencia profundamente humana —pero también política— sin necesidad de explicitarlo todo. En lugar de narrar desde el exceso, Carrasco opta por el vacío, por lo interrumpido, por lo que se deja fuera del lenguaje.

Uno de los rasgos más llamativos del cuento es su manera de evitar lo explícito. El aborto, que está en el centro de la historia, nunca se menciona directamente, tampoco se describe con detalle la intervención, ni las decisiones que llevaron a ese momento. Lo que la narradora comparte son fragmentos —pequeñas imágenes sueltas, recuerdos corporales, frases breves que dejan mucho afuera. No hay escenas extensas ni introspección larga, en cambio hay pausas, saltos y una forma de decir que parece evitar el énfasis. Este uso del silencio no es un descuido, sino una elección precisa. Carrasco construye el relato desde la elipsis, una figura narrativa que va dejando espacios vacíos en el discurso. Sin embargo, en este caso, no se trata solo de acelerar el ritmo o de evitar información irrelevante, sino de algo más profundo: una forma de representar lo que no puede ser dicho fácilmente, lo que ha sido socialmente invisibilizado o reprimido.

En ese sentido, el cuento no solo se lee desde lo que dice, sino también desde lo que calla. Y eso exige un lector atento, que reconstruya lo ausente a partir de pistas mínimas. Cuando la narradora menciona que improvisó un «pañal con papel», no necesita explicar más. La imagen basta. Y el lector entiende —o intuye— el dolor, el miedo, la urgencia. La ausencia de detalles no disminuye la potencia del relato; al contrario, la intensifica.

Esta economía del lenguaje también aparece en muchos cuentos de Hemingway, autor que trabajó con lo que llamó la «teoría del iceberg»: lo esencial no se ve en la superficie, está debajo, sosteniendo el relato. En «Colinas como elefantes blancos» también se habla de un aborto sin mencionarlo nunca, el diálogo entre los personajes está lleno de evasivas y sobreentendidos. Algo similar ocurre en el cuento de Carrasco, aunque desde otra sensibilidad, aquí no hay diálogo, solo una voz interior que recuerda, pero también oculta.

Este cuento además no sigue una secuencia lineal. Los hechos aparecen entrecortados, sin un orden claro, como si la narradora no estuviera interesada en reconstruir lo que pasó, sino simplemente en dejar que el recuerdo fluya. No hay fechas, ni contexto, ni explicaciones cronológicas, solo hay momentos que regresan —un gesto, una sensación, un lugar— y que se encadenan sin una lógica aparente. Este modo de narrar no solo responde a una estética fragmentaria, sino que reproduce la forma en que la memoria trabaja: sin orden fijo, sin narrador omnisciente, sin totalidad.

Este efecto tiene consecuencias formales, el ritmo del cuento es irregular: a ratos se detiene en detalles mínimos, como el hecho de que vivía con su hermana y su cuñado o que no se llevaban bien; luego salta de golpe a otro espacio o a otro tiempo, sin transición. Hay cortes bruscos entre una imagen y otra, como si el lenguaje se resistiera a dar continuidad. Esa forma entrecortada de avanzar no es un problema técnico, sino una forma de honestidad. La experiencia que se narra es confusa, dolorosa, y la escritura la imita.

En «El enigma de la literatura» Miguel Ángel Huamán señala que la literatura no transmite simplemente un mensaje sino que construye una forma de conocimiento distinta, sensible, que pone en tensión lo real. Es decir, lo literario no busca representar la realidad de forma directa; la interroga, la fragmenta, la problematiza. En el cuento de Carrasco esto se ve con claridad, la narración no pretende dar un testimonio cerrado, más bien dejar abierta una experiencia como si al lector le tocara reconstruir lo que no está dicho. En esa renuncia a la totalidad el texto gana espesor. No se trata de ocultar sino de mostrar que hay cosas que no caben en las formas narrativas convencionales.

El título del cuento (El día más feliz de la vida) funciona como una provocación desde el inicio. El lector entra al texto con una expectativa que rápidamente se quiebra (no hay felicidad, ni celebración, ni desenlace luminoso).

Esa ambigüedad no se resuelve y ahí está una de las claves del cuento. Carrasco no aclara si el título es sincero, sarcástico o resignado. No ofrece pistas, no explica. Solo lo lanza y deja que el lector lo enfrente. Esa decisión que podría parecer menor, en realidad refuerza todo el estilo del texto —una escritura que no ordena, no interpreta, no guía. Solo muestra. Como dice Miguel Ángel Huamán, la lectura no consiste en encontrar «la moraleja», sino en dialogar con el texto, asumir su complejidad, tolerar el enigma. El final del cuento, en ese sentido, no cierra la historia, la abre.

Hay algo profundamente político en esa elección. En vez de narrar el aborto con denuncia o con lástima, Carrasco elige el tono neutro, seco, casi casual. Esa distancia (sin dramatismo) es su manera de resistir. No necesita subrayar lo grave del hecho, solo basta con narrarlo sin adornos. La narradora no pide compasión ni permiso. Solo recuerda. Y en ese gesto contenido, sin victimismo, hay una fuerza más dura que cualquier grito.

Lo mismo ocurre con la forma en que termina el cuento (sin resolución, sin aprendizaje, sin moraleja). Esa negación del cierre tradicional es parte de una literatura que, como plantea Huamán, se opone a las fórmulas simples y a la lectura superficial. El estilo de Carrasco exige tiempo, interpretación, afecto. No da respuestas, hace que el lector se quede pensando. Y eso también es una forma de escribir contra la indolencia.

La narradora del cuento no se presenta, no se describe, no da contexto de quién es ni qué hace ahora. Solo habla desde el recuerdo, como si confiara en que su voz bastara para sostener el relato. Ese gesto —aparentemente sencillo— es una decisión narrativa importante, no hay marcas de autoridad ni búsqueda de simpatía. Hay un tono seco, contenido, pero también muy íntimo, como si nos hablara dentro de un espacio cerrado, a media voz.

Esa voz es coherente con el resto del estilo del cuento, es una voz que no se justifica ni se explica, que no pide comprensión, simplemente cuenta. Y en ese contar hay distancia pero también vulnerabilidad. No hay lágrimas pero sí cuerpo. La narradora recuerda el dolor, el papel, los coágulos. Su forma de narrar no es emocional, pero está atravesada por lo corporal. Y eso genera una cercanía extraña, sentimos que sabemos mucho de ella, sin que nos haya dicho casi nada.

Ese tipo de narración —desde lo mínimo, desde lo incompleto— también aparece en algunos cuentos de Hemingway, pero aquí toma otro matiz. No es frialdad ni cinismo, es una estrategia. La narradora sabe que su historia no será comprendida del todo o que podría ser juzgada, por eso habla con economía, con cuidado. Y ese estilo se vuelve una forma de protección pero también de afirmación. No se victimiza, tampoco se disculpa.

«El día más feliz de la vida» es un cuento breve, pero su estilo exige una lectura atenta y profunda. Lo que Fátima Carrasco construye no es solo una historia mínima, sino una forma de narrar que desafía las expectativas del lector. A través del silencio, la fragmentación, la ambigüedad del título y una voz que rehúye toda dramatización, el texto plantea una experiencia estética que, como sostiene Huamán, no busca decir una verdad, sino provocar una relación crítica con el lenguaje y con lo real.

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