Los antivalores debilitan a las familias
REFLEXIONES

En los últimos años se ha vuelto cada vez más evidente que vivimos en una sociedad que, lejos de fortalecer los valores esenciales, parece promover los antivalores. Este fenómeno no solo afecta la convivencia social, sino que también debilita la base más importante de cualquier comunidad: la familia.
El término valor proviene del latín valere, que significa “estar sano, ser fuerte”. Por tanto, no es exagerado afirmar que los valores son los que dan salud moral y emocional a las personas y, por extensión, a la sociedad. Por el contrario, los antivalores son como una enfermedad silenciosa: avanzan de forma sutil, se normalizan y terminan por infectar la conciencia colectiva.
Lo preocupante es que muchos de estos antivalores se aprenden y se reproducen desde el hogar, el lugar que debería ser la primera escuela de honestidad, respeto y empatía. Frases tan comunes como “Dile que no estoy”, “No importa que robe con tal que haga obras” o “Dale 20 soles para que no nos corten la luz” pueden parecer inofensivas, pero enseñan a nuestros hijos que la mentira, la corrupción y el soborno son estrategias válidas para sobrevivir.
Así, sin darnos cuenta, estamos criando generaciones que ven la trampa como una opción que relativizan la verdad y que justifican el mal por el bien aparente. Y luego nos preguntamos por qué la sociedad está polarizada, violenta o indiferente.
Es urgente que los padres y cuidadores asuman su rol como formadores éticos. No basta con enviar a los hijos a la escuela o a una catequesis; los valores se enseñan –y se aprenden– con el ejemplo cotidiano, con la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace.
Herramientas como la escucha activa, la comunicación asertiva y el fomento de un pensamiento crítico desde pequeños son clave. No podemos pretender tener una sociedad sana si nuestras familias están debilitadas por la mentira, la desconfianza o la indiferencia.
El amor, la verdad y la paz son tres valores universales, reconocidos por todas las corrientes filosóficas, religiosas y pedagógicas. Son fundamentales para vivir en armonía y para formar personas capaces de convivir con los demás desde el respeto y la solidaridad.
Hoy más que nunca debemos hacernos una pregunta incómoda pero necesaria: ¿qué estamos enseñando en casa? Porque si en lugar de valores sembramos antivalores, lo que recogeremos será una sociedad cada vez más enferma, frágil y egoísta.
El cambio no empieza en las grandes instituciones ni en los discursos políticos: empieza en casa, en lo pequeño, en lo cotidiano. Ahí es donde tenemos el mayor poder transformador.
