Violencia y democracia en riesgo

Por: Carlos Meneses

En el Perú, donde aún se sienten las secuelas de la convulsión política de los últimos años, este hecho debe llevarnos a reflexionar sobre la importancia de la moderación y el respeto institucional. Los liderazgos políticos, sociales y ciudadanos tienen la obligación de defender la democracia no solo en el discurso, sino también en la práctica diaria.

El ataque perpetrado contra el presidente de Ecuador, Daniel Noboa, constituye un hecho de suma gravedad que trasciende las fronteras de ese país y sacude a toda la región. La agresión, ocurrida en medio de protestas indígenas, no solo puso en riesgo la vida del mandatario, sino que evidencia el alarmante deterioro de la convivencia democrática en América Latina. La condena expresada por el Gobierno peruano, a través de la Presidencia de la República, resulta no solo pertinente, sino también necesaria: la violencia jamás puede tener cabida como método de protesta ni de expresión política.

De acuerdo con las versiones oficiales, la caravana en la que viajaba el presidente Noboa fue atacada con piedras y balas cuando recorría una zona del interior del país. Aunque el mandatario salió ileso, los hechos muestran el nivel de hostilidad que atraviesa Ecuador, donde diversos sectores sociales han expresado su descontento frente a las medidas del gobierno. Pero más allá de la coyuntura específica, el suceso refleja una preocupante tendencia regional: el aumento de la intolerancia, la polarización y la violencia como herramientas de acción política.

La protesta y la disidencia son derechos legítimos y fundamentales en cualquier democracia. Sin embargo, su ejercicio exige respeto por la vida, por la integridad de las personas y por las instituciones del Estado. Cuando se cruzan esos límites, la causa que se pretende defender pierde legitimidad. La violencia política, venga de donde venga, erosiona las bases del sistema democrático y genera heridas difíciles de sanar en el tejido social.

América Latina vive hoy un momento de especial fragilidad. La combinación de crisis económicas, desconfianza en los liderazgos, corrupción y desigualdades estructurales ha debilitado la gobernabilidad y alimentado la frustración ciudadana. En este contexto, los discursos radicales y los actos violentos encuentran terreno fértil. Pero recurrir a la fuerza o al caos nunca ha sido la vía para resolver los conflictos. La historia reciente del continente —de Chile a Bolivia, de Colombia al propio Perú— demuestra que cada vez que la violencia se impone sobre la política, los pueblos terminan perdiendo más libertades, más derechos y más futuro.

La condena del Perú a este atentado es también un gesto de solidaridad regional y una afirmación del compromiso con la democracia. Ambos países comparten desafíos similares: la inseguridad, la desconfianza institucional y la necesidad urgente de construir consensos. La respuesta que se dé frente a estos hechos marcará el rumbo de la región. No basta con rechazar la violencia; es indispensable promover un diálogo social sostenido, políticas públicas inclusivas y una comunicación política que no exacerbe los enfrentamientos.

El caso ecuatoriano debe servir como advertencia para toda América Latina. La erosión del respeto por la autoridad democrática, sumada a la impaciencia ciudadana y la manipulación de ciertos sectores, puede desembocar en escenarios de inestabilidad de consecuencias impredecibles. Los gobiernos deben ser firmes frente a la violencia, pero también sensibles a las demandas.

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