Debemos vivir enamorados de la vida

Por: Dr. Juan Manuel Zevallos

“Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree en mí no permanezca en tinieblas”. (Juan 12, 46)

La vida trascurre lentamente para aquel que se ha vuelto un tierno espectador de este paraíso donde vivimos. El mundo hay que degustarlo, verlo con gusto y aprovechar cada una de las oportunidades que nos brinda para ser felices.

El maestro del amor, Jesús de Nazaret, vivió toda su existencia bajo una premisa tan sencilla y a la vez de trascendental importancia: “vivió enamorado de su vida”.

El maestro de Nazaret, en verdad, fue un ser excepcional, que dibujó con su mirada un mundo nuevo y que escribió en nuestra mente tantos mensajes de superación personal que es imposible no hablar de Él, de su magisterio, de su forma de hablar y de aquella comprensión tan humana que tenía del comportamiento humano.

Comprendió en su doble esencia, humana y divina, la nobleza que habita en cada ser humano y alimentó su mente con la fragancia de amor de su madre, con el esfuerzo diario de sus hermanos y con el compromiso de hermano mayor que tuvo. 

Su vida nunca fue fácil, siempre hubo escasez en la mesa familiar. Su familia fue perseguida y tuvieron que renunciar a su hogar y a su trabajo con el fin de salvar la vida de aquel que un día cambiaría para siempre las páginas de la historia.

Para entender su gran amor por la vida que lleva dentro y por la vida de aquellos que lo rodeaban debemos de volvernos a la imagen de su madre, María. Fue una mujer igualmente excepcional, una madre que se comprometió con su hijo desde aquel primer día en que recibió la visita del ángel.

La magia de su compromiso, su valor por la vida humana y la nobleza de su corazón se ven envueltas en una frase que refleja todo el amor de una mujer por el hijo concebido y a la vez toda la fe y el amor comprometido con nuestro creador: “He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1, 38)

María, madre y maestra, a lo largo de los años de formación de Jesús, le instó de seguro a la visión racional y analítica de cada evento que vivía. Le llamó a la reflexión, a llegar a conclusiones prácticas en su vida y a desarrollar un amor insuperable por los seres que le rodeaban.

Una frase popular (“de tal palo tal astilla”) puede hacernos evocar claramente el proceso de enseñanza de la madre al hijo y puede a la vez, hacernos comprender, la gran responsabilidad que como padres tenemos ante nuestros hijos.

Nuestros hijos, el milagro del amor y el milagro de la vida que se deleita delante nuestros ojos. Nuestros hijos, símbolo y reflejo constante de nuestra labor como padres. Cada uno de los errores suyos son finalmente errores nuestros, cada una de sus ausencias es un tiempo no comprometido con su infancia, cada fracaso experimentado de seguro que fue una falta de oportunidad para demostrarse competente ante las adversidades.

Cada obra favorable de nuestros hijos, no es más que una manifestación clara de aquel compromiso de amor, tiempo y esfuerzo que asumimos desde aquel hermoso primer día de su concepción; cada éxito y cada triunfo no son más que los frutos de aquellos bienes afectivos y temporales que asumimos con ellos y cada sonrisa es finalmente una alegría reflejada en sus rostros.

María, madre y maestra del maestro del amor, de seguro que invirtió mucho tiempo en la formación afectiva del líder más importante de toda la historia. Un líder que, predicaba no con la razón, como muchos otros lo hicieron, sino que predicaba con el espíritu vital que fluía a través de Él. María, su madre, le enseñó a ser auténtico, a no renunciar a sus sueños, a no claudicar ante las adversidades del camino. Le enseñó las lecciones importantes de la vida en base al único principio que genera paz, tranquilidad y responsabilidad: el amor.

Con toda seguridad puedo afirmar que sus palabras siempre estuvieron rodeadas de historias, frases pro activas y sus discursos en casa se basa en principios reeditados en este siglo por la psicología positivista.

Ella le enseñó a caminar por la vida y a meditar en cada paso que daba. Los ayunos familiares eres días de reencuentro con el propio cuerpo y las fiestas una oportunidad de dar gracias por aquella oportunidad nueva que se tenía para compartir con aquellos que tanto nos valoran.

Le enseñó a amar el discurso y el silencio, la visión al cielo y a buscar en la tierra siempre una oportunidad para desarrollar sus aptitudes.

Solo una madre comprometida como María pudo haber regalado al mundo a un ser tan maravilloso y comprensivo como Jesús. Sus palabras albas llenaron su mente con conceptos basados en el respeto por nuestras habilidades y en la abdicación de rencores. Le enseñó a amar su vida y por consiguiente a amar la vida de aquellos que les rodeaban.

Esta mujer maravillosa envolvió la mente de nuestro maestro con paños blancos, con frases de paz y entendimiento. Fue ella quien le enseñó a escuchar a sus interlocutores, a hacer silencio mientras pensaba en dar aquella respuesta ausente de conflicto y fue ella quien lo invitaba cada mañana a comprometerse con ese hermoso presente que iba naciendo a su alrededor.

¿Cuántos de nosotros podemos afirmar qué somos auténticos?

¿Cuántos de nosotros podemos decir que fehacientemente somos maestros de la vida para nuestros hijos?

¿Realmente vivimos enamorados de la vida?

¿Nos amamos plenamente y por consiguiente podemos afirmar que amamos a los demás?

En verdad, nuestro egoísmo es tan grande que hasta rechazamos el amor personal. Nuestra mente vive un estado de incongruencia tal que nos detestamos, rechazamos nuestro físico, nuestro pasado y todas aquellas experiencias poco favorables que nos han sucedido.

A diario solemos vivir en conflicto con nuestra humanidad y con la sociedad que nos envuelve. Estamos tan ciegos que no podemos contemplar las oportunidades constantes que nos da la vida. Vivimos neciamente enfrascados en un conflicto interminable con sustraer emociones y con aquella percepción distorsionada del presente y del pasado que tenemos.

Ya no escuchamos la voz de nuestra conciencia amorosa, ya no escuchamos las palabras de amor de nuestros padres, hemos renunciado a escuchar cualquier frase que destile felicidad. De pronto nos sentimos seres diferentes, incongruentes y distorsionados. No pertenecemos a este mundo. De pronto somos seres ausentes, carentes de afecto. Sin darnos cuenta, muchos de nosotros somos ahora como máquinas productoras de bienes y servicios y como máquinas hemos desterrado el afecto de nuestras vidas, lo consideramos algo superfluo o un mal sueño. No queremos enamorarnos y afirmamos sin razón ni causa certera “que el amor daña” cuando en verdad el amor cura, el amor hace milagros, une familias y construye comunidades.

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