DIGNIDAD EN VOZ ALTA
Lic. Ricardo Lucano

Una democracia se construye con palabras. Pero parece que se buscan imponer dispositivos de control y que el miedo termine ocupando el lugar del argumento. Cuando el poder responde a la crítica con dureza o con silencios impuestos, algo esencial se resquebraja.

La falacia ad baculum, del latín «sutileza engañosa del garrote». Ocurre cuando alguien pretende convencer no con razones, sino con la fuerza. En el Perú, no solo se busca que la gente no hable; se pretende enseñarle a callar como algo normalizado.

Y esa enseñanza se disfraza de prudencia. «Si quieren protestar, háganlo sin alterar el orden, dentro de su casa», se dice con una autoridad y calma que suena sensata, pero que esconde un mensaje más profundo: si tu acento, tu origen o tu manera de pensar incomodan y es en la calle, tu palabra vale nada. No se castiga la movilización callejera, se castiga el atrevimiento de pensar diferente. No se teme a las marchas, sino a las ideas honestas que ponen en evidencia el caos estructural político actual.

Hannah Arendt recordaba que la violencia es el último recurso de quien ha perdido el poder; cuando el Estado necesita imponer miedo para hacerse respetar, ya no gobierna, apenas sobrevive. Y cada vez que la intimidación reemplaza al diálogo, la democracia del país se achica un poco más: dejamos de confiar en ella, dejamos de escucharnos, dejamos de creer que pensar juntos todavía vale la pena.

Michel Foucault explicaba que el poder no solo reprime, sino que moldea. Se quiere fabricar una sociedad con miedo. Cada reacción desproporcionada, cada investigación olvidada, cada silencio oportuno, enseñará que participar es peligroso, que protestar trae consecuencias. Así se instala la censura más eficaz: la que ya no necesita órdenes, porque la gente aprende sola día a día a guardar silencio.

Y, sin embargo, ocurrió. Hay una generación llamada Z, que está rompiendo ese molde con una energía distinta. No lo hacen desde la violencia ni desde el odio, sino desde la dignidad. Son jóvenes que crecieron en el mundo digital, la desconfianza política y la crisis, pero también con la convicción de que el futuro no tiene por qué ser del miedo. No piden permiso para ejercer su derecho a existir con voz alta y propia.

También marchan con ellos quienes, mucho antes, se negaron a resignarse. Trabajadores, docentes, campesinos, artistas, soñadores de todas las edades que siguen creyendo que el país puede mejorar sin renunciar a la dignidad. Son parte del mismo río de esperanza que ahora vuelve a moverse con los jóvenes, cuando dejamos de pedir permiso para pensar. La libertad de expresión no es una abstracción legal: es el aire mismo de la dignidad humana.

Cada vez que hablan, escriben o cantan su inconformidad, le recuerdan al país que la esperanza todavía respira. Y mientras haya alguien dispuesto a decir su verdad, la historia todavía nos pertenece.

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