La degradación del Parlamento
Por: Carlos Meneses
La ética pública no debería ser una aspiración, sino un deber básico. Si el Parlamento no es capaz de sancionar con severidad esta conducta denigrante, entonces habrá renunciado definitivamente a representar la dignidad del pueblo. Lo ocurrido con Lucinda Vásquez no es solo una falta moral: es el espejo de un Congreso que ha perdido el respeto por sí mismo.El Perú merece algo mejor.
Lo ocurrido en el Congreso de la República con la parlamentaria Lucinda Vásquez no solo raya en lo grotesco, sino que pone nuevamente en evidencia el nivel de degradación moral al que ha llegado buena parte de la clase política peruana. Que una congresista permita que su asesor personal le corte las uñas de los pies en su despacho, dentro del mismísimo Parlamento Nacional, constituye una afrenta no solo a la dignidad del cargo, sino al respeto que merece el ciudadano que la eligió.
No se trata de una anécdota pintoresca ni de un simple exceso de confianza entre funcionario y trabajadora. Es un abuso inaceptable de poder y una muestra de desprecio por el servicio público, pues los asesores congresales son pagados con dinero de todos los peruanos. Utilizarlos para labores domésticas o personales es una forma de corrupción cotidiana, disfrazada de “normalidad” en un espacio donde hace tiempo se ha perdido la noción de ética y decoro.
El presidente de la Comisión de Ética, Elvis Vergara, ha anunciado que solicitará una investigación contra Vásquez. Esperemos que esta vez no se repita el triste guion del “blindaje político” que ha caracterizado a ese grupo parlamentario, tantas veces cuestionado por su complacencia con sus propios miembros. El país no soporta más impunidad ni justificaciones vergonzosas ante actos que insultan la inteligencia ciudadana.
Más grave aún es que la congresista ya enfrentaba otro proceso por apropiarse del sueldo de sus trabajadores. El nuevo escándalo, lejos de ser un hecho aislado, refuerza la imagen de un Congreso donde el poder se ejerce como un privilegio personal y no como un mandato de servicio. Si una parlamentaria considera natural que su asistente le haga tareas domésticas dentro del hemiciclo, ¿qué respeto puede tener por las leyes o por la función pública?
La imagen del Congreso —ya por los suelos— se hunde un poco más con cada episodio de este tipo. La reacción ciudadana oscila entre la indignación y la burla, un síntoma peligroso de hastío que erosiona la legitimidad de las instituciones.
