La justicia y el espejo de la imparcialidad

Por: Por Alicia Barco Andrade – Comunicadora, docente, estratega y política.

Hay una peste silenciosa que no requiere cuarentena ni vacuna, pero que amenaza con derribar el edificio completo de nuestra institucionalidad democrática. Esta peste no es la corrupción en sí misma, sino el estado moral que la permite y la normaliza: la convicción de que el poder existe para el beneficio propio, y no para el servicio público.

Imagine al Estado como una gran orquesta sinfónica. Cada músico –el congresista, el ministro, el juez, el fiscal como todo abogado – tiene una partitura asignada: la ley y la Constitución. El director es la institucionalidad, que exige armonía, rigor y, sobre todo, que nadie toque una melodía distinta a la que marca el pentagrama.

Pero, ¿qué sucede cuando un músico decide, a mitad de la obra, abandonar su partitura y tocar solo lo que le beneficia a él o a su facción?

La Deformación de la Regla de Oro

La regla de oro de esta orquesta es la imparcialidad, ese principio simple pero demoledor: la prohibición de ser juez y parte. En la gestión pública, significa que la mano que administra el erario no puede ser la misma que extiende el contrato; que el ojo que investiga la inconducta no puede estar cegado por la lealtad partidaria; que la pluma que redacta la ley no puede tener el tinte de una cuenta bancaria personal. Cuando esta regla se ignora, aparece el gusano en la manzana del Estado.

La gestión pública se pervierte en su anatomía:

La Batalla por la Confianza

Esta crisis moral se siente en cada rincón de la democracia. El ciudadano, que en principio confía, observa con dolorosa claridad que las investigaciones no avanzan contra los amigos del poder, o que las leyes se dictan a la medida de intereses privados. Se produce un divorcio profundo: el pueblo vive en la República, pero la élite opera en una Tiranía de Conveniencia.

Y esta es la tragedia: la democracia puede resistir escándalos, pero no puede sobrevivir a la pérdida total de fe en que las reglas se aplican por igual para todos. Cuando un proceso judicial, una licitación o una sanción disciplinaria se perciben como un mero instrumento político, la confianza se extingue. Y una democracia sin confianza es solo un cascarón vacío, listo para ser ocupado por cualquier caudillo o populista que prometa restaurar el orden a cambio de la libertad.

Nuestra única esperanza es exigir que el servidor público se quite el traje del interés propio y se ponga el uniforme de la objetividad. La salud de la República no se mide por el crecimiento económico, sino por la integridad de sus hombres y mujeres. Solo si logramos que el temor a la inconducta prevalezca sobre el ánimo de lucro, podremos sacar al gusano y restaurar el principio vital de toda sociedad justa: que nadie, absolutamente nadie, es tan poderoso como para ser, a la vez, el jugador y el árbitro.

Dejanos un comentario

Your email address will not be published. Required fields are marked with *.