Miles de familias honran a sus muertos entre flores, música y recuerdos
Por: Jorge Esquivel Z.
El sol de noviembre cae con fuerza sobre las cruces blancas del Cementerio General de La Apacheta. Desde lejos, el murmullo de cientos de voces se mezcla con la música que suena entre los pasillos: huaynos, valses y hasta una cumbia que acompaña los pasos lentos de quienes llegan con flores frescas, brochas y baldes de agua. Es el Día de Todos los Santos, y el camposanto más antiguo de Arequipa vuelve, una vez más, a llenarse de “vida”.
Desde las primeras horas de la mañana, familias enteras ingresan con coronas de colores, velas, escobas y pintura. Algunos avanzan en silencio, otros ríen y conversan mientras buscan el nicho exacto. Los niños, curiosos, observan cómo los adultos limpian las lápidas o repintan las cruces de cemento desgastadas. En los caminos principales, el aire huele a flores recién cortadas y a cera encendida.
A la entrada, los vendedores anuncian sus ofertas con el entusiasmo de cada año. “¡A cinco soles, caserita, lirios y gladiolos!”, se escucha una y otra vez. Los compradores cargan ramos enormes entre la multitud. No hay espacio libre: las veredas, los pasillos y hasta los muros se llenan de personas que, al menos una vez al año, regresan a compartir el día con los que ya no están.
UN LUGAR CON HISTORIA Y MEMORIA
La Apacheta, inaugurada en 1833 por orden del libertador Simón Bolívar, nació para resolver un problema sanitario de la ciudad, pero con el tiempo se convirtió en un espacio de memoria colectiva. Aquí descansan poetas, músicos, héroes y miles de ciudadanos anónimos. En 2023, la Beneficencia informó que más de 200 mil cuerpos reposan bajo tierra, en nichos y mausoleos que forman una ciudad silenciosa dentro de otra.
Su nombre tiene raíces andinas: apacheta viene del quechua y alude a los montículos de piedra que los viajeros dejaban en los caminos para pedir protección. Tal vez por eso este cementerio parece una gran ofrenda a la historia y al tránsito de la vida.


FLORES, SERENATAS Y BRINDIS DISCRETOS
Hasta el 2 de noviembre, más de 25 mil personas habrán ingresado al cementerio. La Municipalidad y la Beneficencia organizaron operativos de limpieza y seguridad; prohibieron el ingreso de alcohol, aunque no logran apagar del todo la esencia festiva que acompaña a los visitantes.
Entre las tumbas hay pequeños brindis, fotos familiares y oraciones murmuradas. En algunos rincones, un violín o una guitarra suenan como fondo de las despedidas. Algunos músicos ofrecen serenatas con los temas favoritos de los difuntos.
La limpieza comienza muy temprano. Algunas familias barren, lavan y pintan los nichos mientras comparten alimentos o conversan sobre anécdotas del pasado. En un gesto de ternura, una anciana en silla de ruedas extiende la mano para tocar la lápida de su esposo. A unos metros, un grupo de jóvenes prende velas y se sienta a conversar en voz baja.

LA VIDA QUE PERSISTE
Hay algo de contradicción en la escena: en medio de un espacio destinado a la muerte, la vida se impone. Las risas de los niños, las conversaciones, los colores intensos de las flores, todo parece desafiar el silencio de las lápidas. Las familias no solo recuerdan, también celebran.
Caminar por La Apacheta en este feriado es recorrer una historia compartida. Se siente el peso del tiempo en los mausoleos antiguos, la huella de generaciones que regresan cada año. En Arequipa, muchos celebran el Día de Todos los Santos dentro del cementerio, como una tradición que mezcla respeto, nostalgia y alegría.
Aquí, la memoria no es un luto inmóvil, sino una presencia viva que se limpia, se pinta y se conversa.
Cuando el sol comienza a bajar y el viento levanta el polvo de los pasillos, aún quedan familias sentadas frente a las tumbas, observando en silencio. Las flores están frescas, las velas encendidas, las oraciones dichas. Afuera, la ciudad sigue su ritmo, pero adentro, entre mármol, tierra y nombres grabados, La Apacheta recuerda que la vida también se honra desde la ausencia.





















