Transformar el dolor en comprensión

REFLEXIONES

Christian Capuñay Reátegui

Nadie pidió nacer. Llegamos al mundo como quien despierta en medio de un viaje que ya empezó sin nosotros. Todo nos ha sido dado: un nombre, una historia, un idioma, una herida que no elegimos. Heidegger lo llamó “estar arrojados al mundo”: ese instante en que comprendemos que la vida no nos consultó, que solo nos dejó la tarea de habitarla. Somos, desde el principio, huéspedes de una realidad que nos precede y nos desborda.

Pero en esa aparente falta de elección se esconde el secreto más profundo de la libertad. Sartre lo comprendió: “El hombre es lo que hace con lo que hicieron de él”. No elegimos la piedra que encontramos en el camino, pero sí la forma en que la sorteamos. Somos acción sobre la herida, respuesta al destino, construcción sobre ruinas. Cada gesto, cada palabra, cada renuncia o perdón es una manera de decir: “esto soy yo, no lo que me hicieron”.

El odio, en cambio, es la trampa del alma herida. Nace como un fuego que promete justicia, pero solo deja ceniza. Se presenta como una defensa, pero termina siendo una prisión. Odiar es permanecer en el territorio del otro, vivir en función de la herida. No odiar, en cambio, es una conquista lenta y silenciosa: la afirmación de que el dolor no será quien dicte nuestras formas. Es mirarse al espejo y decidir que el daño no tendrá la última palabra.

No odiar no significa olvidar. Significa recordar sin envenenarse. Regresar al pasado sin que duela. Significa aceptar que hubo un agravio, pero negarse a replicarlo. Es un acto de inteligencia moral, pero también de ternura hacia uno mismo: no merecemos cargar con la sombra de quienes nos dañaron. Allí, justo en esa elección, la libertad sartreana se vuelve humana, casi sagrada: transformamos lo que nos hicieron en algo que ya no hiere, sino que enseña.

Estamos arrojados al mundo, sí, pero también podemos rehacerlo. Y esa reconstrucción empieza dentro de nosotros, cuando decidimos no repetir el ciclo del resentimiento. En medio del ruido, el hombre libre es el que elige su tono interior. El que aprende que perdonar no siempre es absolver: a veces es simplemente soltar el peso y seguir caminando más liviano. O, en última instancia, el que decide autoprotegerse y no exponerse más para no odiar.

Tal vez la mayor dignidad de la existencia consista en eso: hacer de la herida una forma de belleza, y del dolor, una forma de comprensión. El arte está lleno de ejemplos de esta transformación. Porque quien elige no odiar no renuncia a la memoria, sino al veneno. Y en esa decisión –tan pequeña, pero infinita– el ser humano deja de ser lo que le hicieron y comienza, por fin, a ser lo que decide ser.

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