Un domingo de gloria y dolor
Ricardo Montero

Ocurrió el 6 de setiembre de 1981. Recuerdo con claridad la fecha porque ese día la selección peruana clasificó al mundial de fútbol que se disputaría al año siguiente en España. Fue un domingo de celebración desbordante. Los peruanos no solo festejábamos la clasificación, sino también el orgullo de haber eliminado a Uruguay, dos veces campeón del mundo y reciente ganador de la Copa de Oro, organizada meses antes por la FIFA para conmemorar el 50° aniversario del primer campeonato mundial.

En ese torneo, Uruguay había superado a los campeones del mundo: Argentina, Brasil, Alemania Federal e Italia, y al invitado, Países Bajos.

Hasta mediados de la década de 1980, los peruanos vivimos una euforia colectiva por el fútbol que comenzó en 1969, cuando nuestra selección clasificó al Mundial de México 1970, y alcanzó su cúspide en 1975, al coronarnos campeones de la Copa América. Además, vivimos las clasificaciones a los mundiales de Argentina 1978 y España 1982.

En 1981, estaba en la transición de la adolescencia a la juventud, recorriendo las calles de El Porvenir, el barrio más emblemático del distrito de La Victoria.

Allí se concentraban los problemas que golpeaban a todo el país: pobreza, abandono de la niñez, violencia familiar, delincuencia, alcoholismo, drogadicción y muchos otros que formaban parte de la estructura social de nuestro Perú.

Sin embargo, los peruanos no nos percatábamos de la acelerada descomposición de nuestro tejido social porque la dictadura militar, que nos gobernó de 1968 a 1980, había utilizado con astucia los triunfos futbolísticos para ocultar la compleja y sombría realidad del país. En aquel efervescente escenario, salí a celebrar la clasificación a España 82 con dos de mis mejores amigos.

Después de los cánticos, bailes y saltos que comenzaron en Miraflores y culminaron en la plaza San Martín, decidimos ir al cine para aprovechar la libertad cinematográfica restaurada por el gobierno democrático instalado en julio de 1980, y ver una película censurada durante la dictadura militar por los esbirros que se creían poseedores de un elevado sentido moral y ético.

Al salir del cine, caminamos desde el centro de Lima hacia el barrio. En la avenida Grau, frente al hospital Obrero (hoy hospital Guillermo Almenara), nos encontramos con una escena criminal: un hombre golpeaba ferozmente a una joven mujer. Intervenimos, la separamos de su agresor, quien amenazaba matarla, y lo enfrentamos hasta que huyó.

Ella no tenía a donde ir, ya que la casa de su abuela, su único refugio, quedaba en el lejísimo cono sur de Lima. Por eso, le permití que durmiera esa noche en el carro de mi padre. Al amanecer, cuando la llevaba a tomar un microbús, pensaba que le habíamos salvado la vida. Nunca más volví a saber de ella.

Hoy, he vuelto a recordar aquel 6 de setiembre de 1981, un domingo de algarabía y despojado de censura, pero profundamente hundido en las taras que continúan marcando y afectando a nuestra sociedad.

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