CAMINO A LA INFANCIA

Por: Dr. Juan Manuel Zevallos

La vida comienza en un abrir y cerrar de ojos, en una lágrima esparcida a lo largo del corazón de todos aquellos que te han visto nacer, en las manos de trabajo y entrega de aquella persona que te alzó por encima del vientre de tu madre y en el regazo cálido y afectuoso de aquel ser que comprometió su vida con la tuya nueve meses atrás y al que siempre llamarás “mamá”.

La vida comienza con una entrega única, en el acto de fe de una familia reunida alrededor de una cama, en un acto de entrega en virtud del cual todos damos nuestra existencia, nuestras horas, días y sueños por aquel nuevo integrante de nuestra familia.

Pero que pronto acaban los sueños y los compromisos, el trabajo, las relaciones sociales, el tiempo de ocio, la reunión con los amigos el fin de la semana en un bar y, en fin, tantas actividades vacías y tan necesarias menguan el pan nuestro de cada día de afectividad dirigida hacia el nuevo ser.

La infancia, la época de los sueños, de la fantasía, de la alegría y de las tardes vestidas de terciopelo, ya no es la infancia de la cual tenemos tan preciosos recuerdos. Hoy los primeros años de vida de nuestros hijos, sobrinos, nietos o ahijados se ven envueltos por un aura de tiniebla, de soledad en las horas de cuna y de falta de abrazos y caricias a lo largo de las interminables horas del nuevo amanecer. Hoy más que nunca, más que en otra etapa de la vida de la sociedad, los padres se hallan lejos de contemplar el desarrollo emocional de sus retoños. Las obligaciones laborales y el desarrollo personal los vuelve seres ausentes, muchas veces seres de fotografía. Los padres del siglo XXI piensan en sus hijos, no voy a negar esa gran verdad, pero su mente se aleja prontamente de ellos en las horas del desayuno matutino para involucrarse a plenitud con el tormentoso mundo del post capitalismo.

Los niños del siglo XXI recordarán muchos años después el cerrar de la puerta de casa a las siete de la mañana, sus llantos desesperados clamando por qué papá o mamá se queden con ellos, sus horas multiplicadas por tres en ausencia y sus miedos nacientes que luego crecieron como fuertes robles hasta nublar sus decisiones en la adolescencia.

Los niños del siglo XXI no tienen defensores, todos se han olvidado de ellos, los creemos autosuficientes, los creemos valientes, pero ¡no!, son seres humanos tan indefensos, inocentes que están perdiendo en esta batalla por el tiempo, ¡sí!, “EL TIEMPO”, el bien más importante que tiene cada ser humano y que los patrones en las grandes empresas vienen devorando, nuestra esencia de luz y de diálogo con la humanidad, nuestra oportunidad máxima de poder ser “seres humanos a plenitud”.

Nuestros hijos están siendo abandonados y no nos damos cuenta y los abandonamos en departamentos de concreto, en fríos espacios sin plantas ni animales con quienes compartir, con quienes descubrir el valor de una vida.

Me dan pena los niños del nuevo siglo, niños que alguna vez soñaron compartir días enteros con sus padres y en correr por un parque, con jugar en un triciclo o con balancearse en un columpio en un viejo parque y cuyos sueños nunca se harán realidad.

Los padres abrumados por sus obligaciones en los trabajos, por sus deudas, por sus compromisos sociales y sus egoístas intereses se están olvidando cada vez más pronto de cuál es su primera responsabilidad en la vida: ser padres.

“Acabo de mirar por la ventana de mi casa, no hay niños jugando en el parque, hace varios días que no veo a ningún niño correr por su verde césped, ¿se habrán extinguido los niños?, ¿quizá un ogro los ha devorado?, ¿posiblemente se han ido a vivir a otro planeta, con otros padres y con otro sistema que si les brinde paz y seguridad? Ignoro qué ha pasado con los niños de mi ciudad, las pelotas ya no suenan rompiendo cristales en las ventanas, las muñecas ya no se venden en los principales mercados de ésta urbe, no hay carros de juguete, dicen que son reliquias de un tiempo que no volverá. Yo quiero volver a ser niño, quiero volver a hacer volar una cometa de papel con carrizos por el cielo, quiero hacer remoler un trompo de madera y a jugar con mis amigos a caretas, a bolas y a la mata gente. ¿Dónde se ha ido el tiempo?, ¿quién se ha llevado los juegos de mi infancia? Muchos me dicen que son ilusiones, que son falsas creencias, recuerdos basados en historias, en cuentos de hadas, en relatos de las mil y una noches y yo digo, ¡no!, yo tuve una infancia bañada por alegrías y lágrimas, por heridas en las rodillas y por abrazos de amigos eternos. Mi infancia, al igual que la tuya, fue bella, con ausencias y juguetes sencillos, con tierra en las calles y vecinos que nos conocíamos y que nos ayudábamos en todo por vivir. Quiero regalarles esa infancia a mis hijos y me dicen que soy un soñador de aquellos que sueñan sueños que nunca se harán realidad, yo les digo que no, que todo es posible, que hay que tener fe. Todos me miran y me llevan a pasear por la ciudad, los cables de energía eléctrica han invadido los aires, el asfalto ha acabado con los senderos de tierra, todos tienen miedo, cercan sus urbanizaciones y casas y un vecino desconoce a otro, ¡ya no hay confraternidad! Es cierto, todo aquello que fue el campo de diversión de mi infancia ha desaparecido, hasta los parques, mi último refugio en este caos urbano, ya han sido cercados. Nuestras ciudades más que lugares de recreo y diversión son tristes espectáculos de miseria y desolación. Pero no me voy a rendir, mi infancia fue bella y yo voy a regalar a aquel que viene detrás mío un poco de aquella grandeza que hoy muchos padres piensan que ya no se puede regalar. Y es que no hay punto de comparación entre un play station o un nintendo wii con una tarde de juegos en un parque con columpios, pasto, pelotas, globos y esperanzas; y es que no hay punto de comparación entre la diversión virtual y la recreación real. Hoy me he hecho una promesa y es… volveré a nacer, volveré a ser niño cada día para rescatar la alegría de los años sin envidia y para alimentar mi presente de nuevos sueños y rosas de felicidad. ¡Sí!, he de nacer cada día con mis recuerdos para nutrir mi existencia de agua nueva y para crear esperanza en aquellos seres que me rodean y que han perdido hasta su alma por dejar de vivir”.

La ventana de mi casa sigue en el mismo lugar donde ha estado tantos años y sentado en una silla, contemplando las nubes haciendo figuras en el cielo, recuerdo cada Navidad compartida con la familia y siento que la vida sigue siendo un juego en donde gana aquel que decide vivir, soñar y dar.

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