La lucha contra el cáncer
Por: Rubén Quiroz Ávila
Es una de las enfermedades más crueles. Muchas veces imprevista y su ataque artero, subterráneo, camuflado es detectado tardíamente. Entonces, dependiendo del nivel en el que se encuentra invadiendo el cuerpo, se inicia de manera pública el desmoronamiento. Pero el derrumbe más oscuro es interno. Un suceso de dimensiones cataclísmicas cambia de pronto el rumbo de todo. La sensación de un desmoronamiento total es inminente. La vida parece detenerse y, en efecto, así sucede. Todo comienza a pasar velozmente. La percepción de las cosas, incluso, se modifica. El tiempo adquiere un grado superlativo de importancia.
Sucede casi siempre con el mismo patrón: un síntoma leve, casi inadvertido, que fuimos ignorando, dejando de lado, o simplemente considerando ello como un signo inocuo que no nos tocará. Como si la muerte distinguiera. Otras veces, con una educación preventiva, o intuición de sobrevivencia, los chequeos profundos logran detectarlo en sus malignos inicios. Entonces se le puede responder con los protocolos médicos y psicológicos correspondientes. Claro, solo si se tiene acceso.
Es decir, a pesar de una situación tan aterradora, inclemente, despiadada, y habiéndose revelado este mal, un inmenso grupo no puede acceder con rapidez y eficacia al urgente tratamiento porque carece de recursos. Sabemos que de por sí que nuestros sistemas de salud están colapsados. Sumemos a ello que los centros médicos privados son prácticamente inaccesibles para la mayoría. Y el tratamiento es sumamente oneroso. Entonces, parece una condena. El verdugo se ceba aún más con aquellos que no tienen acceso. Y no hay piedad para nadie.
Así, hemos ido perdiendo familiares, amigos, vecinos, conocidos, como una escena cruenta, insufrible, en la que, a pesar de nuestro amor, nuestros cuidados, no hemos podido hacer mucho contra la muerte. Tanto amor y no poder hacer nada contra la muerte, diríamos como nuestro poeta del dolor. Es que cuando alguien tiene cáncer, enfermamos todos. La metástasis se incorpora, sin permiso, en nuestra cotidianidad, en la convivencia. Vemos el sufrimiento ante nosotros, pero aprendemos del valor inconmensurable de la solidaridad. También de aquellos que dejan solos a los pacientes, que huyen cuando todo está mal, con la cobardía y el egoísmo de quienes piensan solamente en ellos.
Por eso, a todos aquellos valientes seres, hermosas almas luchadoras, que enfrentan diariamente esta batalla encarnizada, hay que recordarles que no están solas. El apoyo moral ayuda mucho, el escucharlos activamente en su pelea, acompañarlos en la guerra que libra y asumir, sin dudar, que también es la nuestra. Pero ayuda aún más movilizarse para darle recursos, contactos, redes, comunicaciones de experiencias de triunfo sobre la muerte. La vida es aquí, el amor es ahora, el combate es diario. Solo así es posible saber que se ha luchado hasta el final, con el amparo afectuoso, el respaldo persistente, que requiere el ser que amamos. Así, jamás estará sola.