PENTECOSTÉS
Por: Javier Del Río Alba Arzobispo de Arequipa
Este domingo celebramos la solemnidad de Pentecostés, el día en que Jesucristo resucitado, después de ascender al Cielo, junto a su Padre envía a la Iglesia el Espíritu Santo. De esta manera Dios cumple lo que había anunciado desde antiguo a través, entre otros, del profeta Joel: «derramaré mi Espíritu sobre toda carne» (Jl 3,1), y lo que el mismo Jesús había asegurado a sus apóstoles: «el Espíritu Santo, que el Padre les enviará en mi nombre, se lo enseñará todo» (Jn 14,26), y también: «serán bautizados en el Espíritu Santo» (Hch 1,5). El Espíritu Santo, la tercera persona de la Trinidad, es el gran don que Dios había prometido a su pueblo y que desde Pentecostés no deja de enviarnos. A través de Él, Dios cumple también otra de sus promesas: «les daré un corazón nuevo e infundiré en ustedes un espíritu nuevo» (Ez 36,26), «pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (cfr. Jer 31,33).
Como sabemos, la ley de Dios se resume en dos frases: amarlo a Él y amar al prójimo. El Espíritu Santo introduce esta ley en nuestro corazón, es decir que, en la medida en que lo acogemos, transforma lo profundo de nuestro ser y hace posible que amemos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como Jesucristo nos ha amado. El Espíritu Santo es la Persona Amor; en Él convergen el amor del Padre y del Hijo. Es este Espíritu el que Dios nos envía desde lo alto del Cielo, para conducirnos a la Casa del Padre, de la cual el hombre se aleja a causa del pecado que es la antítesis del amor. El Espíritu Santo nos concede la gracia de tener los mismos sentimientos de Jesús y de amar como Él ama, hasta dar la vida. Y si tenemos en cuenta que los hombres hemos sido creados por amor y para el amor, entonces comprenderemos que el Espíritu Santo es quien hace posible que esa vocación al amor no quede frustrada y que nosotros no vivamos insatisfechos sin poder amar como realmente deseamos. El Espíritu Santo es ese fuego de amor al que Jesús se refirió cuando dijo: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra, y ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!» (Lc 12,49). Las Sagradas Escrituras narran que el día de Pentecostés descendieron sobre los apóstoles unas lenguas como de fuego «y todos quedaron llenos del Espíritu Santo» (Hch 2,4).
Desde entonces, Dios no ha dejado de enviar ese fuego a su Iglesia y la principal misión de la Iglesia es hacerlo presente, hacer presente el amor y la misericordia de Dios para con todos los hombres. Esta misión de la Iglesia de todos los tiempos se hace, tal vez hoy más que nunca, urgente. En un mundo cada vez más dividido y violento, ante un número cada vez mayor de personas fracturadas en su propio interior porque no quieren ser imagen de Dios sino sólo de sí mismos, los cristianos estamos llamados a dar testimonio del amor y del perdón. “Misericordiosos como el Padre”, es la consigna que el Papa Francisco nos dio hace algunos años. No es la violencia ni la opresión, no son las riquezas ni el poder, los insultos ni la intolerancia los que pueden conducir al hombre hacia su verdadera realización. Sólo el amor y la misericordia son capaces de curar las heridas más profundas de la humanidad y llevar a los hombres a la plenitud para la que han sido creados.