“El poder que castiga… y tú sin darte cuenta”

El filósofo Foucault nos dice que el poder no puede ser solo represivo. Es productivo ya que produce normas, saberes, identidades, formas de ser. Y no viene solo de arriba, también circula entre nosotros. El control no siempre viene con silbato y uniforme; a veces llega con una sonrisa y buenos modales, tu profesor, tu jefe, tus amigos… incluso tú mismo.
En Vigilar y castigar, Foucault explica cómo se pasó del castigo brutal y público de siglos pasados con ejecuciones en plazas, a un castigo más “civilizado” que es la disciplina. Ya no se trata de destruir al infractor, sino de corregirlo. ¿Cómo? El poder ahora actúa en lo cotidiano: en el horario, en el reglamento, en los modales, en el deber ser. No se impone a gritos: se instala en la mente. Como quien dice, el mejor control es el que ni se nota.
Los entrenados también terminan entrenando a otros. Las personas no solo son formadas por el poder, también ellos reproducen esas normas con sus propios pares. ¿Cómo? Corrigiendo, juzgando o castigando al que se sale del molde. Es como cuando un compañero “acusa” al otro porque no se puso bien el uniforme, o cuando en la oficina alguien murmura que cierta persona “no opina como debería”. No hace falta un jefe: todos terminamos siendo vigilantes espontáneos del otro.
Y esto es más visible que nunca en las redes sociales. Allí, basta con que alguien diga o haga algo distinto, que no encaje con lo “aceptable”, para que lo llenen de insultos, burlas o ridiculicen. No hace falta una ley que lo sancione: la gente misma se convierte en promotor de lo normal sin darse cuenta. Como si dijeran: “Eso no se dice”, “así no se vive”, “ese cuerpo así no está bien”.
Cada comentario, cada corrección, refuerza la norma. Y quien observa, aprende que mejor se adapta. Así, sin látigos ni barrotes, el poder se filtra en nuestra manera de vivir… y de juzgar a uno mismo y al otro.
Foucault no quiere que huyas del poder, sino que lo entiendas: que veas cómo se mueve en lo cotidiano, en lo que creemos natural. Porque solo reconociendo su lógica podemos empezar a pensar en una libertad más real, menos dirigida.
Con honestidad: ¿por qué piensas lo que piensas? ¿Por qué te incomoda que alguien sea diferente? ¿Qué parte de tu forma de ser fue moldeada para agradar, encajar o no incomodar?
Antes de emitir juicio, detente. No todo lo distinto es una amenaza. Aprender a ver la diferencia sin atacarla es un acto de resistencia frente al disciplinamiento social.
Evita ser el típico “corrector” del otro. El que dice: “eso no se hace”, “así no se viste”, “qué raro ese nombre”, “deberías ser más formal”. A veces no nos damos cuenta, pero estamos repartiendo microcastigos sin necesidad.
Apoyemos a quienes se salen del modelo establecido. No para salvarlos, sino para que no estén solos. Si tienes un grupo, una comunidad: haz que allí no se castigue la diferencia. Haz que ahí la normalidad no sea pensar como en una jaula.
No se trata de andar dando la contra a todo. Se trata de construir formas de pensar diversas y vivir más libres, más solidarias y más humanas. Y eso casi nunca se hace en soledad, para no ser borrego, hay que afilar la mirada, suavizar el juicio y fortalecer la empatía crítica. Es más difícil que obedecer sin pensar, pero también mucho más humano.
