Cuento: “Ya nada es” Por Alexia Ayti Figueroa

La señora Cecilia contemplaba su traje con profunda admiración. Siempre lo mantenía prolijo y se esforzaba por usar zapatos y accesorios que estuvieran a su altura. Lo usaba solo en contadas ocasiones: alguna misa importante en la Basílica de la Catedral, algún bautizo familiar o cuando paseaba por el centro histórico en Fiestas Patrias. Se sentía un poco más como su madre cuando lo usaba: severa y elegante.

Un día, al salir de comprar unos panes de tres puntas, Cecilia divisó a lo lejos a una mujer que cruzaba la calle con un traje idéntico al suyo: un conjunto de dos piezas de seda negra con reflejos azulados bajo la luz. La mujer caminaba despreocupadamente, y, por un segundo, Cecilia sintió que la señora andaba fuera de lugar. Aun así, murmuró “Qué elegante señora”.

Al llegar a casa acomodó el traje sobre la cama. Pensaba usarlo para ir a la reunión anual de excompañeras del colegio Santa Úrsula, a la cual no iba desde hacía años. Por momentos dudaba si estaba bien ir así de elegante, cuando para ella era una sencilla reunión. Pero quería sentirse bien.

Sin más, siguió alistándose. Le agradaba que, pese a los años, el saco todavía le quedara entallado a la cintura, y que la falda, que le llegaba hasta los tobillos, siguiera dándole como recordaba. Decidió usar sus preciados aretes de oro, sus tacones en cono y un maquillaje natural.

En ese momento, a su pesar, notó en el espejo aquellas arrugas que ya no podía tapar; canas que, pese a pintárselas, solía encontrar; pero, sobre todo se sentía encogida o distinta. Seguía impecable, y, sin embargo, había algo en su reflejo que no terminaba de encajar.

La reunión fue en un salón reservado de un viejo café restaurado cerca del Monasterio de Santa Catalina. Cecilia llegó puntual, como siempre, y al cruzar la puerta lo notó: al menos cuatro de las asistentes llevaban trajes casi idénticos al suyo. Sin embargo, eran nuevos, modernos y vacíos.

La conversación fluía mientras ella sentía que su traje le picaba por estar mal colocado. Fue al baño. Seguía sintiendo que no todo estaba en su sitio: sus pasos seguían firmes y seguros, el traje estaba bien planchado y limpio; sin embargo, el ardor no se iba.

La reunión pasó y, al despedirse, no pudo evitar preguntar discretamente a una de sus compañeras dónde había comprado su traje.

—Por Mercaderes, justo al lado del bar. Están de moda —le respondió su compañera con ligereza.

Al día siguiente, Cecilia fue a la tienda. En la vitrina, un traje igual al suyo colgaba junto a otros en oferta. Lo observó con una mezcla de sorpresa, extrañeza y desilusión. Entró. Pidió probárselo.

Le quedaba perfecto. Más colorido, sí. Más nuevo, también. Pero al mirarse en el espejo, no sintió nada.

Se sentó frente al probador, aún con el traje puesto. La dueña de la tienda se le acercó con voz amable.

—El traje es perfecto, señora.

Cecilia sonrió apenas.

—Pero no es lo mío.

Ya se había quitado el traje y se estaba retirando cuando, por alguna razón, casi por instinto, miró hacia atrás. Vio a una señora frente a la vitrina con un moño ajustado y bien peinado, una postura recta que, pese a su poca estatura, mostraba buen porte; pasos firmes y secos que avanzaban juzgando la ropa de exhibición. Era tan parecida a su madre que no le sorprendió. Cecilia la vio observar el traje unos segundos, e ingresar a la tienda con más interés.

Agachó la mirada y continuó discreta su camino hacia la puerta.

Ya nada es lo mismo que antes.

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