“Un barco en una botella”
Por Andrea Coyla Quispe
Todos los domingos visita a sus abuelos y a sus tíos, allí en la odiosa casa verde, con sus paredes color de botella, con olor acre y sofocante. De niña iba con sus padres, aunque hiciera berrinches para no ir. Al final de la visita la tristeza la envolvía cuando veía a su madre secar los ojos después del duro trato que les daban los abuelos.
Con catorce años, Camila podía ir por su cuenta. Pero aquel domingo su padre la sorprendió cuando vino a recogerla en un taxi rojo, justo fuera de la casa que no había visitado en las últimas semanas. Al parecer, el trabajo finalmente lo había liberado de sus garras.
Cuando sube al taxi lo saluda con un beso en la mejilla, se sienta a su lado mientras él la abraza por los hombros. No puede evitar tensarse por el acercamiento abrupto y cariñoso, así que mira por la ventana. El taxi corre por la Ejército y va por el puente Bajo Grau hacia La Marina.
—Te quiero llevar de compras.
La idea la entusiasma, hacía tiempo que necesitaba algo nuevo.
—¿Qué me vas a comprar?
—Lo que quieras, hijita —dijo. Su respuesta, tan sencilla, la desconcertó. Pero no iba a desaprovechar la oportunidad.
—Bueno, te aviso si veo algo.
—Vale.
Era extraño. Él no suele invitarla a comprar, no le compra cosas a menos que sean para el colegio. Después de todo, su vestido favorito se lo regaló su mamá: lo había tejido a crochet durante semanas. Sus medias las compraron en San Camilo y los zapatos los heredó de su prima.
El taxista se detiene en la San Juan de Dios. La calle está concurrida: las tiendas con música a todo volumen, los ambulantes vociferaban sus ofertas.
—¿Ya viste algo que te guste? —le preguntó su padre mientras recorrían los pasillos.
Su empeño por comprarle algo era nuevo para ella; tal vez era la primera vez que lo veía así, tan animado. La conmovió tanto que decidió agarrarlo del brazo.
—Todavía no.
Hasta que la ve: una bonita botella de vidrio, con algo en su interior. Es un barco a la deriva, está torcido y es rústico, no es igual de elegante como los que ve en las películas. Le gusta.
Se fija en el precio, no está muy caro.
—Quiero este —le señala.
—Está bien —dice mientras saca la billetera. Ella imagina lo bien que se verá en su estante junto a sus libros de aventuras.
Padre e hija caminan hasta la esquina para detener un taxi e ir a la casa verde a ver a la familia. Al llegar, antes de entrar él la detiene. Se agacha y le toma las manos. Son tan ásperas contra las suyas, gruesas y grandes. Quiere llorar, su padre había trabajado tan duro todos estos años. Sería una mejor hija, se prometió.
—Escucha, quiero que sepas algo. —comenzó. No era buen augurio. Le da miedo, no quiere escucharlo. Quiere seguir así, con esa cálida relación de padre e hija. Pero la curiosidad se la come.
—¿Qué cosa?
Él suspira.
—Hace tiempo que no hablamos como deberíamos, corazón. —Hace muchos años que no hablaban en realidad. —No es porque me haya olvidado de ti. Solo estuve ocupado. Muy ocupado.
—¿Y?
Soltó una risita, estaba nervioso, ¿por qué?
—¿No quieres saber en qué estuve ocupado?
No, no quería. Quería entrar a la casa, saludar a sus abuelos y a sus tíos, verían películas de acción y tal vez bromearía con ellos.
Su padre no añadió nada más, pero la llevó a la puerta. Al entrar se percató que no había nadie en casa, solo una mujer. Era joven, tenía la piel grasosa y llena de pecas, el cabello castaño recogido en un moño a medio caer, con la pijama torcida y sucia. En sus brazos mecía algo: una criatura que olía a leche y soltaba pequeños ruiditos mientras movía sus puños de arriba a abajo. Un bebé.
—Conoce a tu hermanito, hijita —dijo su padre. Su voz, antes vacilante, ahora sonaba natural.
—¿Qué?
—Ven, te presentaré—dijo. —Ella es Valeria y ese tu hermanito, se llama Carlos.
No sabía qué decir. Pero los ojos de su padre la seguían, esperando. Camila ahí, parada, sintiendo sus dedos cada vez más entumecidos, le ardían los ojos, sentía la habitación inclinada, demasiado grande. Pensó en su madre, Lucía Espinoza, la dócil mujer que se casó a sus veinte años, la misma que trataba de mantener su matrimonio a flote. Contó los segundos, uno, dos, tres hasta el diez, y repitió de nuevo. No sentía las orejas, le sudaban las manos. Quería irse.
—Un gusto conocerte, Camila —saludó la mujer: Valeria. Qué nombre tan feo.
—Camila, ¿no vas a saludar?
—Un gusto —soltó en voz baja, lento. Estaba aturdida, necesitaba respirar.
Se sentó en el sillón de la sala y esperó. La mujer le dirigía la palabra, le ofrecía gaseosa y le sonreía, tratando de gustarle. A Camila no le gustaba, prefería a su mamá, más bonita y agradable.
Miró el bulto de ocho meses, feo y calvo, arrullado entre los brazos de su progenitor. No se veían bien. Pero la casa sí, con juguetes tirados por doquier: en el sofá, el piso o debajo de la tele; había ropa de bebé y mantas afelpadas celestes. El verde se veía tan bonito, tan hogareño. Camila sentía cada vez más frío.
Y cuando su padre la instó a que cargara a su engendro, Camila se negó, se levantó, recogió sus cosas y salió. Casi tropieza en la puerta.
—¡Camila! ¡Detente ahí!
Se volteó, sacudida aún por el impacto de ver a su cínico padre presentarle a su nueva familia, mientras ella y su madre lo extrañaban todos los días. Estaba furiosa.
—¿Por qué siempre eres así? ¿No puedes hacer algo bueno por mí?
—No quiero participar en tu juego, soy innecesaria en tu perfecta vida.
—No lo entiendes. Eres mi hija y quiero que seas parte de esto. Tus tíos te quieren, tus abuelos te quieren. Valeria te quiere. Eres mi familia.
—Yo no soy tu familia. Si lo fuera, sería tu hija. La única que tienes.
—Eres mi hija. Nada va a cambiar eso — insistió, casi rogándole.
—No, no lo soy. Ya no. Se lo diré a mi mamá. —continuó caminando por la vereda.
—Si se lo dices —la detuvo — no volveré. Tú y tu madre pueden olvidarse de mí.
La amenaza cayó en su corazón con violencia. No hubo rabia, solo una hiriente quietud arraigando cruelmente a su alma. Camila lo miró en silencio, sin lágrimas, observando cómo su papá se iba sin volver la vista atrás.
Se quedó allí, temblando. La botella dentro de la bolsa le pesaba en las manos, como si llevara un naufragio entero.
Tomó aire y empezó a caminar hasta el paradero. Todo el camino de vuelta a su casa trató de no llorar. Todo había sido una mentira, para engatusarla, para abandonar a su mamá. Quería ir con su mamá.
Al verla, la abrazó sin decir una palabra. Estaba a salvo.
—¿Qué pasó? ¿Por qué llegas así hija?
—Mamá. Mamá. —Sollozaba.
—Cuéntame.
—Yo, yo…— Las palabras se le atoraron en la garganta.
Quería contarle todo pero la amenaza resonaba aún en su cabeza: “No volveré jamás”. Deseó no haber ido ese domingo e ilusionarse con su padre. Ahora, ¿qué haría su mamá? ¿estallaría en cólera o en suplicio? Si le decía, nunca más vería a su papá, y su mamá no volvería a sonreír.
Se separó de su madre, la admiró, serena en su calidez maternal, tan llena, tan tierna. La botella en la bolsa seguía pesando, el barco seguía torcido, pero a flote.
—¿Camila?
Camila se rindió y, lentamente, dijo las palabras.
