Reformar la inversión pública: condición para un Estado eficaz
PERÚ COMPETITIVIDAD

La reciente publicación de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, “OCDE Encuesta Económica: Perú 2025”, es un documento de enorme relevancia para quienes seguimos de cerca la política económica nacional. Representa, en esencia, un llamado de atención. Por un lado, advierte que, si bien el país mantiene fundamentos macroeconómicos sólidos, el incumplimiento de la regla fiscal y un déficit que alcanzó 3.5 % del PBI en 2024 amenazan con socavar la credibilidad del Perú en los mercados. Por otro, señala a la informalidad como el mayor obstáculo estructural, con más del 70 % de trabajadores fuera del sistema formal, resultado de un régimen tributario fragmentado y de contribuciones no salariales elevadas que desincentivan la formalización.
Pero quizá uno de los hallazgos más preocupantes del informe se refiere a la ineficiencia de la inversión pública. Durante años, el Perú ha sostenido uno de los niveles más altos de inversión pública en la región, especialmente en proporción al PBI. Sin embargo, la paradoja es evidente: ese gasto no se traduce en mejores carreteras, hospitales, escuelas ni servicios públicos de calidad. La OCDE lo resume con una cifra contundente: hasta 40 % de la inversión pública podría ejecutarse de manera más eficiente. Dicho de otro modo, casi la mitad de cada sol destinado a infraestructura podría estar generando poco o ningún valor real.
El informe de la OCDE pone en evidencia varios problemas estructurales que explican la ineficiencia de la inversión pública en el Perú. En primer lugar, destaca la frecuencia de los cambios presupuestales: el MEF autoriza modificaciones durante el año que desvirtúan la lógica de la programación multianual. Así, lo planificado en enero poco se parece a lo ejecutado en diciembre. Este desorden no es menor: el Consejo Privado de Competitividad (CPC), que realiza un seguimiento mensual a la inversión pública, ha identificado que, a setiembre de este año, existen 23 126 proyectos sin continuidad. Se trata de iniciativas de inversión pública que en 2024 tuvieron ejecución presupuestal pero que en 2025 no han recibido recursos para su culminación.
A ello se suma la limitada capacidad de gestión en los gobiernos subnacionales. La descentralización transfirió a regiones y municipios buena parte de la responsabilidad en materia de inversión, pero no se acompañó de un fortalecimiento de sus capacidades técnicas. El resultado es conocido: baja ejecución, sobrecostos y obras de mala calidad. De acuerdo con el reporte del CPC al cierre de setiembre, 19 445 proyectos tienen ejecución cero —equivalentes al 33 % del total—, lo que representa un presupuesto de S/ 7 273 millones (11 % del total).
A estos males se suma un enemigo de siempre: la corrupción. Según estimaciones de la Contraloría General de la República, su costo equivale a 2.4% del PBI anual, concentrado en la manipulación de licitaciones, la sobrevaloración de contratos y las obras que quedan paralizadas. La inversión pública, en lugar de ser un motor de desarrollo, se ha transformado en terreno fértil para redes clientelares y prácticas corruptas.
La ineficiencia en la inversión pública está estrechamente vinculada con la debilidad institucional. Cuando la ciudadanía percibe, con razón, que “el Estado gasta mucho, pero sirve poco”, se erosiona la confianza en las instituciones y se instala la idea de que los impuestos financian burocracia, corrupción o proyectos inútiles. Esa desconfianza no solo debilita la legitimidad del Estado, sino que reduce la disposición social a respaldar reformas tributarias o fiscales de largo plazo.
El informe de la OCDE plantea un conjunto de recomendaciones que van en la dirección correcta: limitar los cambios presupuestales durante el año y avanzar hacia una programación multianual real, con reglas más estrictas que impidan usar el presupuesto como caja política. Asimismo, reformar las transferencias a los gobiernos subnacionales, de modo que los recursos estén condicionados al desempeño y a la existencia de capacidades técnicas efectivas. No se trata únicamente de descentralizar dinero, sino de descentralizar también la capacidad de gestionar bien.
Más allá de las recomendaciones técnicas, lo que realmente está en juego es la capacidad del Estado peruano para transformar el gasto en desarrollo. La inversión pública no puede seguir reducida a un fin en sí mismo ni a un simple indicador de “ejecución presupuestal” pensado para engrosar reportes de fin de año. Debe convertirse en un verdadero instrumento para cerrar brechas sociales, elevar la productividad y, sobre todo, reconstruir la confianza ciudadana en que el Estado sí puede cumplir su promesa de bienestar.
El contexto no podría ser más desafiante: bajo crecimiento, elecciones polarizadas en 2026, inseguridad ciudadana en ascenso y tensiones sociales acumuladas. Pero justamente por eso, emprender una reforma seria de la inversión pública es hoy una de las pocas vías disponibles para devolver credibilidad al sistema político y económico.
Si el Perú logra que cada sol invertido se traduzca en infraestructura útil, servicios de calidad y empleos formales, no solo avanzaremos hacia el cumplimiento de los estándares exigidos para ser miembros de la OCDE. Más importante aún, habremos dado un paso decisivo hacia la construcción de ese Estado eficaz que la ciudadanía reclama desde hace décadas.
