El Perú en guerra

El Perú vive una guerra que no puede seguir negando. En los últimos días, dos hechos revelaron una verdad alarmante: el crimen se ha vuelto una fuerza estructurada, expansiva y sin fronteras. El ataque armado contra la reconocida agrupación de cumbia Agua Marina durante un espectáculo en el Círculo Militar de Chorrillos —un espacio que representa la autoridad y la seguridad institucional— y la emboscada sufrida en Puno por Phillips Butters, candidato presidencial y conocido periodista, agredido dentro de una emisora radial y salvado por la intervención policial, muestran que la violencia ya no distingue escenarios ni sectores. El crimen se ha instalado en el corazón de la vida social y política del país.
Estos no son hechos aislados. Son síntomas de un proceso que ha ido erosionando la capacidad del Estado para controlar su territorio, proteger a los ciudadanos y asegurar el orden. La delincuencia organizada logra lo que parecía impensable: convertirse en un Estado dentro del Estado, con sus propias normas, economías, jerarquías y estrategias de expansión.
No se oculta; se exhibe. Y lo más grave es que el Estado actúa como si no advirtiera su dimensión. La respuesta institucional continúa siendo fragmentada, episódica y simbólica. Se anuncian operativos que comienzan en la mañana y se diluyen al mediodía. Se ofrecen declaraciones que prometen firmeza y terminan en nada.
No hay estrategia integral, ni continuidad, ni coordinación entre los poderes públicos. El crimen, en cambio, no descansa, no se dispersa y no improvisa. Mientras el Estado se divide entre competencias burocráticas, las organizaciones criminales diversifican sus actividades: controlan el transporte, el comercio formal e informal, los mercados, la minería ilegal, el tráfico de tierras y, ahora, la política, donde financian campañas, manipulan territorios y amedrentan candidatos.
Esta asimetría es letal. Mientras la criminalidad piensa estratégicamente, el Estado solo reacciona. Las fuerzas del orden carecen de respaldo político sostenido; la inteligencia policial y militar trabaja sin integración; el Poder Judicial enfrenta amenazas, infiltraciones y sobrecarga. Cada institución enfrenta su propio frente, sin que nadie trace una visión unificadora del problema. Y esa falta de convergencia es lo que más conviene al crimen: un enemigo disperso, desarticulado y predecible.
La criminalidad peruana ya no puede entenderse como simple “inseguridad ciudadana”. Estamos en una guerra no convencional, con estructuras económicas propias, capacidad de reclutamiento, vínculos internacionales y presencia territorial. No busca conquistar el poder político formal: busca coexistir con él, parasitarlo y condicionarlo. El crimen organizado ha aprendido a moverse dentro de la democracia, a usar sus grietas y a convivir con la corrupción. Por eso su avance es silencioso y sostenido.
Frente a ello, el país necesita una política de Estado, no de gobierno, que involucre todos los niveles: el económico, el político, el judicial, el social y el militar. Se requiere inteligencia estratégica, articulación interinstitucional y decisión política. Las Fuerzas Armadas deben integrarse en operaciones de control territorial y fronterizo, sin militarizar la vida civil, garantizando soberanía interna.
El Ministerio Público y el Poder Judicial deben coordinar con el Ejecutivo y la Policía Nacional en un sistema de respuesta rápida, con inteligencia financiera, digital y territorial. Y, sobre todo, debe convocarse a la ciudadanía, los medios de comunicación y las universidades para un frente común contra la normalización del miedo.
Nos toca pasar del Estado reactivo al Estado estratégico. La gran tragedia es que el Estado reacciona sin planificar y actúa sin aprender. La criminalidad no se combate con retórica ni con patrullajes simbólicos: se enfrenta con conocimiento, información y coordinación. La violencia no se erradica con medidas populistas; necesitamos políticas sostenidas que desmantelen las redes económicas del delito y rescaten el control social en los barrios, los mercados, las fronteras y las instituciones.
La solución no vendrá solo de la policía ni del ejército. Debe ser nacional, integral y multidimensional. La criminalidad es un fenómeno total y solo puede ser enfrentado desde una convergencia nacional que trascienda intereses partidarios y rivalidades coyunturales.
El gobierno está obligado a reconocer que no se enfrenta a bandas aisladas, sino a una estructura criminal que disputa legitimidad y poder. No hacerlo es aceptar la derrota moral y política frente al miedo. Esta guerra se libra cada día en las calles, en los despachos y en las conciencias. Si no hay claridad, el crimen seguirá gobernando por inercia, mientras el gobierno se consume en su propia parálisis.
Necesitamos recuperar territorio y esperanza. El crimen ha colonizado el espacio público. Esta guerra se gana con inteligencia, coordinación y coraje político; con instituciones que no teman actuar y con una ciudadanía que no se resigne al miedo. Cuando la delincuencia se convierte en un Estado dentro del Estado, la incapacidad se convierte en complicidad.
