Mario Vargas Llosa ensayista

Por Willard Díaz

Mario Vargas Llosa mora ya en la intemporal galería de los escritores universales no solo por sus excelentes novelas, sino también como un brillante ensayista, lúcido y pulcro como pocos escritores hay en la lengua española.

La obra no ficticia de Mario Valgas Llosa comprende una veintena de títulos entre los que están los estudios literarios “La orgía perpetua”, “Historia de un deicidio”, “La verdad de las mentiras”, “La utopía arcaica”, los volúmenes de ensayos como “Entre Sarte y Camus”, “A writer’s reality”, la serie “Contra viento y marea”, “Desafíos a la libertad”; y también los libros testimoniales como “Historia secreta de una novela”, “El pez en el agua”. Casi tan numerosa como su literatura de ficción, su obra teórica y ensayística ha corrido paralela y se ha desarrollado a través de estadios progresivos.

Los orígenes de esta línea creativa se pueden rastrear en sus escritos juveniles. Como es sabido, desde sus primeros días de escritor Vargas Llosa estuvo vinculado al periodismo. Mucho de su trabajo de aquella época, inicios de la década del sesenta, eran artículos de eventos, sean culturales o sociales y políticos.

Bajo la admonición de Jean Paul Sartre y la izquierda europea adquirió una conciencia política de intelectual comprometido que supo concuasar de algún modo con sus trabajos ocasionales.  La función referencial del discurso fue una necesidad perentoria del escritor, lo mismo que la necesidad de ocupar una posición frente a los hechos, un cierto compromiso político.

Pero en aquellos primeros años fue la creación imaginaria, la novela concretamente, la que mejor escribió Vargas Llosa. La opinión común y la especializada concuerdan en señalar que han sido sus primeras novelas, esto es, “La ciudad y los perros”, “La casa verde”, “Los cachorros” y “Conversación en la catedral”, “La guerra del fin del mundo”, las obras maestras de aquella primera etapa. Luego, por el propio desarrollo de su carrera de escritor y por su mayor ideologización, los escritos no ficticios tomaron la posta, y en los estudios de Gabriel García Márquez, Flaubert. Sartre, Camus o Juan Carlos Onetti se advirtió que Vargas Llosa era no solo el hábil y sensible ficcionador que ya había inscrito una decena de novelas en la historia de la literatura universal, sino un pensador de luces, un ensayista virtuoso, un defensor del individuo y un vocero contra las normas sociales más injustas e inhumanas.

Tampoco se necesita una especial investigación crítica para reconocer que ya desde sus primeras novelas era posible advertir en la ficción de Vargas Llosa intenciones sociales, la denuncia de sistema de la educación militar, del sistema de educación religiosa y del gobierno provincial, del sistema de valores alienantes de la burguesía limeña, o bien, directamente, del sistema político nacional. Su profundo interés por el destino del Perú lo hizo simpatizar en un comienzo con el programa socialista, pero muy pronto, al advertir los contrastes del proyecto con la realidad de su aplicación en Europa y Centroamérica, rompió esas simpatías y tras un muy breve período de cuestionamiento crítico, asumió el proyecto liberal, o democrático.

El liberalismo de Vargas Llosa —nos dijo en una conferencia el filósofo peruano Juan Abugattás— corresponde a la versión moderna del liberalismo en el mundo: resulta de una interpenetración del socialismo marxista, que procura reformas sociales que protejan al individuo en su lucha contra la pobreza, y del liberalismo económico europeo, que se basa en la libre competencia en el mercado. Como todos saben, señaló el conferencista, existen dos liberalismos, el económico, que es el fondomonetarista; y el político, que es el democrático. Pero a su vez el liberalismo político ha ido cambiando, hasta llegar a su versión contemporánea que, según Abugattás, se parece más a la socialdemocracia europea. Sería esta la ideología que se encuentra en los ensayos de la última época de Vargas Llosa.

Nuestro propósito no era, sin embargo, analizar en este breve espacio esa ideología, que está para quien quiera estudiarla en las tesis de los ensayos de Vargas Llosa. Más que el contenido del pensamiento nos interesó su forma, y esa forma está mejor expresada en las primeras novelas y en los últimos ensayos.

Planteamos la hipótesis de que si Vargas Llosa fue al final más ensayista que novelista, es debido a que los requerimientos de su visión del mundo y sus intenciones como intelectual en el primer período estaban motivados por sus fuertes experiencias existenciales, mientras que en el segundo se fueron intelectualizando hasta hacerse más aptas para la forma del ensayo. Y esto se debe a que, precisamente, el ensayo es un género muy adecuado para la acción discursiva en la sociedad moderna, o posmoderna, según se vea.

La urgencia que mostró Mario Vargas Llosa por coadyuvar en el mejoramiento de las condiciones de vida de su país, solo podrían, como género, ser viable mediante el ensayo. La novela le quedó corta, o larga, pero ya no correspondía a sus intereses básicos.

El ensayo ha permitido a Vargas Llosa llevar adelante su trabajo cuestionador, le ha permitido la posibilidad de persuadir, desde la alta tribuna que le ganó su brillante ficción, al mundo y algunos de sus connacionales, de la pertinencia de un nuevo punto de vista y un nuevo sistema de gobierno; pero no hacerlo con la autoridad de un totalitario ni la mala conciencia de un manipulador, sino, de acuerdo a los propios principios de la democracia liberal, desde la relatividad insuperable de quien asume sus propuestas como normas y nada más, pero nada menos, que eso; como constructos que permiten acuerdos entre iguales, para determinados fines, y dentro de condiciones histórico-sociales de diálogo, convivencia y tolerancia. Dentro de una democracia, en resumen.

Porque, a diferencia del tratado que crea espacio para los llamados edificios totalizadores que hacen profesión de objetividad, el ensayo, como dice Fernando Savater, «expresa la incursión de lo subjetivo en el ámbito de la teoría, que es donde la subjetividad está más desvalorizada. Frente a lo universal y necesariamente válido, el ensayo no oculta que proviene de lo irrepetible, de esa inefable individualidad de la que como ya se nos advirtió, no hay ciencia alguna. El ensayo, espero que esté ya claro, no busca la verdad, apenas busca ofrecer a otros mi opinión, mi norma, mi sentido del mundo. Es todo lo contrario a la manipulación del discurso oficial y la propaganda”.

Así surge la profesión de ensayista de Mario Vargas Llosa, pues para ser coherente con sus urgencias adultas de intelectual comprometido, tenía que escribir ensayos. De otro modo no los hubiera hecho. Vargas Llosa suscribiría esta sentencia de Montaigne sin duda: «Si mi ser pudiese hacer pie, no me ensayaría a mí mismo (no haría estos ensayos), sino que me resolvería».

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